Desenmascarar la ilusión de que la felicidad se encuentra en la sociedad de consumo y en la exhibición de una vida de lujo envidiable es uno de los objetivos de ciertas novelas contemporáneas, cercanas a la sociología.
Delphine de Vigan (Boulogne-Billancourt, 1966) cuestiona el falso paraíso de los niños estrellas de internet en una novela sociológica, cruzada con un relato policiaco.
Vigan nos introduce en el universo de los niños influencers: aquellos menores orientados por sus padres a ser famosos en las redes, con millones de seguidores y con patrocinadores que convierten a los padres en millonarios.
Dos de esos pequeños creadores de opinión, la niña Kimmy y su hermano Sammy, de 7 y 8 años, son los niños marcados de esta historia.
La novela arranca con un escueto informe de la brigada criminal en 2019: “Desaparición de la niña Kimmy Diore”, y, a continuación, la descripción de una story de Instagram colgada por Mélanie Claux, madre de la niña.
La misma Mélanie Claux que dieciocho años antes veía entusiasmada la final del Gran Hermano francés, llamado Loft Story, y que años más tarde sería seleccionada para un reality del que fue eliminada el primer día, tras una intervención patética.
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Como en todos los desquites novelescos que ocultan una humillación inicial, la Mélanie de Delphine de Vigan será capaz de todo para que sus hijos alcancen el éxito. Ella será la directora y factótum del canal de You Tube llamado Happy Break y de un entramado de producciones con sus hijos como protagonistas.
La descomposición del mundo feliz de Mélanie empieza con el secuestro de su hija, Kimmy, mientras jugaba al escondite. Y aquí aparece Clara Roussel, una policía discreta que no ve la televisión y prefiere vivir en las sombras.
La mujer opuesta a Mélanie tendrá que ahondar en los excesos de las redes para comprender un abismo que le es ajeno. Desde la resolución del caso, que no desvelaremos, hay un salto temporal hasta la última parte de la historia.
“Claridad”, “modernidad”, “intensidad” y “pulso narrativo” son los valores que dan fuerza a esta novela
Aquí nos encontramos con unos episodios ligeramente anticipativos; hemos llegado a 2031 y volvemos a ver a algunos de los personajes. Sabremos qué fue de los famosos niños. La sociedad ha seguido su curso y los límites entre intimidad y exhibicionismo están cada vez más desdibujados.
Es fácil seguir todas las huellas: las investigaciones basadas en el tracking o rastreo, la videovigilancia, el reconocimiento facial; como dice Clara Roussel, “nada escapa al control del ojo que todo lo ve”.
Si Delphine de Vigan en Las lealtades (Anagrama) planteaba el tema de las violencias invisibles en el ámbito familiar, aquí muestra las sombras de esos menores en un mundo paralelo en el que las vidas se exhiben y se viralizan los momentos felices de consumo inmediato.
La arquitectura narrativa de la autora francesa es eficaz y atrapa hasta el final; la documentación sobre los niños influencers es sólida y la escritura de De Vigan es directa y fluida. La historia, apasionante.
De las dos mujeres, Mélanie y Clara, la policía está mejor construida; más arquetípica y odiosa es Mélanie; por su propia impersonalidad de diva sin sustancia aparece falsamente seductora, y dictatorial con sus hijos superestrellas.
En la investigación policial, quizá el aspecto más débil de la trama, un personaje llamado El caballero de la red, con un canal que advierte de las injusticias en internet, declara: “Para mí, esos niños son víctimas de violencia intrafamiliar (…) Los padres aseguran que se trata de un hobby pero para mí es un trabajo encubierto. Un trabajo duro, extenuante y peligroso, (...) que aísla a esos menores y los expone a lo peor”.
Es una lúcida novela de una excelente escritora que en esta ocasión se apoya más en lo sociológico que en el estilo. Sin duda “claridad”, “modernidad”, “intensidad”, “visibilidad de una arbitrariedad”, “pulso narrativo”, son los valores que dan fuerza a esta obra.