La fábula compleja y no poco misteriosa que es, desde su propio chocante título, Mis delitos como animal de compañía, permite, sin embargo, una sencilla síntesis argumental. Luis Mateo Díez (León, 1942) cuenta la historia de un ser trastornado, perseguido por gente encubierta que quiere “hacerle uno de los suyos” y sospechoso de ser un criminal en serie.
El personaje adopta el papel de narrador de su propia peripecia, o, mejor, de alguien que dicta una novela cuya misma entidad se pone en solfa. Sale, así, una narración errabunda que va y viene con rumbo serpenteante. Su materia son las vicisitudes “de una cabeza no por alocada menos verosímil”.
Que el protagonista sea un narrador, siquiera oral, parece remitir a un gusto y moda culturalistas, la metaficción, esa clase de invención que expone a ojos vistas el desarrollo y deriva de una ficción. No es tal el designio de L. M. Díez sino, en un ejercicio un tanto vanguardista y experimental, implicar al extremo lo que ocurre y el modo de presentarlo, con pinceladas, además, de ironía y franco humor.
Esa cabeza destartalada solapa realidad y fantasía, lucidez y alucinación. El loco bipolar compagina también rebeldía o sumisión a las reglas de los sitios donde lo encierran (sanatorios convencionales y un centro psiquiátrico-penitenciario).
Cabeza a pájaros y deriva caprichosa de la historia forman un todo solidario que conecta con los últimos fantaseamientos de L. M. Díez. El escenario se sitúa en las alegóricas Ciudades de Sombra, con un espacio principal en Armenta e incursiones en Ordial, Mentra, Oceda o Borela. Los personajes tienen los consabidos rasgos de excentricidad. Son numerosos, quizás medio centenar largo, y ostentan esa onomástica inverosímil, de una creatividad insuperable (Conjetura, Virtuoso, Supino, etc.).
[Luis Mateo Díez: “La ficción me resulta más interesante que la vida misma”]
Junto a ellos, a modo de doble guiño cómplice, a los mencionados y al lector, aparecen algunos reales (Merino, Longares, Soler o Pérez Zúñiga) que ponen un contrapeso de verismo a la fantasmagoría al llegar incluso a debatir con el narrador. No faltan, por otra parte, los espacios emblemáticos del autor: los simbólicos cementerios, sanatorios o cines.
Las peripecias que colman la trama de gustosa afición a contar rebosan ingenio, imposibles y situaciones trágicas o patéticas. También aquí la suma de la carta blanca otorgada por la ficción y de la chifladura del personaje facilita la hipérbole o el disparate. Las aventuras conllevan, además, trazas visionarias, pinceladas de ridículo, distorsiones valleinclanescas y ecos kafkianos. Y el lenguaje, tan personal y admirable como siempre lo es en el autor leonés, matiza la frase de profundidad especulativa con una verbena de refranes y dichos escatológicos.
Las peripecias que colman la trama de gustosa afición a contar rebosan ingenio, imposibles y situaciones trágicas o patéticas
La farsa, dolorosa aunque divertida, sin concesiones al ternurismo y con frecuencia de un dramatismo duro, no constituye un fin en sí misma. Sirve de percha donde colgar un racimo de asuntos cercanos: la familia, el matrimonio, la educación, la religión, la policía, los psiquiátricos, la medicina, la amistad, la pederastia o el sexo (es la obra en la que el autor le presta más desinhibida atención, con un fisiologismo inhabitual en él).
Con menor envergadura que en el ciclo Fábulas del sentimiento, también aquí L. M. Díez levanta un retablo con la gran zarabanda de la comedia humana. Y ello en un marco temporal que evita lo genérico de la fábula y la trae al mismísimo siglo XXI.
La farsa incluye una lección, por así decirlo; aporta una evaluación de nuestra precaria naturaleza de carácter existencialista. El rumbo meándrico del argumento de Mis delitos… se encamina, tras advertir de “la mierda de vida que todos llevamos” y de nuestra condición contingente, a mostrar un mundo trastornado.
El ingenio divertido, la sarta de ocurrencias y la abundancia de episodios burlescos solo atenúan, pero no abolen, el profundo desaliento de sentencias lapidarias: “la vida es un discurrir insano con muchos puentes y ningún río”. Aunque quien hable sea un chiflado, esta otra podría servir de pesimista epitafio en la tumba de la humanidad: “la vida no es otra cosa que la contrariedad de vivirla, ni más ni menos”.