Dado que Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) rechaza el término autoficción porque toda escritura, incluso la de la Biblia, tendría cabida bajo semejante etiqueta, también yo dejaré de pretender que la crítica no es autocrítica ni relato: es ambas cosas. Así pues, enter primera persona: conocí a Vila-Matas en 2002, siendo yo un estudiante en Barcelona que acudía como espectador a unas sesiones en torno a la idea de frontera. Digo que lo conocí en tanto que escritor, puesto que me limité a escuchar su conversación con Sergio Pitol. Ambos me fascinaron y se convirtieron, junto a Ricardo Piglia, en los autores en lengua castellana fundamentales de la primera mitad de mi veintena.
Por lo demás, aquella fue la década mágica del barcelonés, que entre 2000 y 2010 publicó los libros más importantes de su trayectoria. Luego llegarían otros igualmente divertidos, ingeniosos y juguetones, aunque tal vez más restringidos al paladar de vila-matianos hardcore como yo. Y ahora llevábamos tres años esperando la siguiente entrega, que se produce con esta Montevideo saludada mayoritariamente como un triunfo por todo lo alto.
¡Qué buenísimo libro le ha salido a mi voz jacquestatiana favorita! Por su parte, el narrador de Montevideo (alguien que presenta un sorprendente parecido con el autor de Montevideo) afirma andar a la búsqueda de un “nuevo estilo”, de lo que se deduce que al autor le ocurre otro tanto. Y bien, ¿de verdad esta novela marca una nueva etapa o un quiebre respecto de esa trayectoria que yo empecé a conocer hace veinte años?
La respuesta no es fácil. En principio, a mí me parecería más bien un cierto regreso a un cierto Vila-Matas de los primeros dos mil, más desconcertado, menos abstracto y más dado al juego lingüístico; pero luego pienso que no regresas a ningún lugar sin que tu nueva presencia en él devenga “nueva”. Así, la novela empieza con un capítulo titulado ‘París’ que nos cuenta las jóvenes peripecias de un español en la capital literaria de Europa.
El joven quiere abandonar la escritura, pero sin escribir primero; ser escritor sin serlo; etcétera. Autor y lector pisamos terreno conocido, como se ve. Pero de pronto, la progresión se interrumpe y el protagonista nos cuenta que su escritura se ha estancado durante tres años. ¿Cómo saldrá del atolladero? Pues atravesando puertas que conducen a habitaciones.
'Montevideo' me ha hecho reír a carcajadas en la recepción de un médico y en el baño de casa
Con un cuento de Cortázar de referente vertebral, Vila-Matas parece decirnos que las puertas, en efecto, están para atravesarlas (y en el caso de que no existan, están para encontrarlas, que es lo mismo que inventarlas), ya sea en un hotel, en una instalación artística o en el paisaje mental del propio escritor. El despliegue de recursos vila-matianos alcanza niveles de fiesta inquieta: citas y anécdotas maravillosas de otros escritores, paradojas y misterios burlones, fogonazos iluminadores, y una miríada de paisajes urbanos entre Europa y Latinoamérica en los que se funden sin solución de continuidad lo “real” y lo literario, lo “realista” y lo fantástico.
A los lectores no tiene por qué importarles que este reseñista haya leído Montevideo en una pésima semana de su vida, pero me doy el capricho de comentarlo para que entiendan la importancia de la siguiente afirmación: Vila-Matas me ha hecho reír a carcajadas en la recepción de un médico y en el baño de casa. He aquí un libro feliz que nos hace felices.
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Existan o no, las habitaciones que encuentra el escritor se identifican con el estilo, los estilos posibles. En un momento dado, alguien en el libro habla de la “habitación propia” de los hombres que escriben, un reverso más respetuoso que provocativo del concepto de Virginia Woolf; el problema es que, en Montevideo, las estancias descubiertas son conflictivas, fantasmales e incómodas, llenas de arañas, equipajes ajenos, ecos de los propios libros anteriores…
El talento narrativo de Vila-Matas nos proporciona unas escenas marcianísimas inolvidables, y pienso en la visita de una mujer rugiente empeñada en acabar con la reproducción de la especie. El caso es que, de puerta en puerta y de cuarto en cuarto, el narrador de Montevideo trata de “borrar un camino” para recuperar “el perdido sendero” de la escritura.
Vila-Matas es un maestro del desconcierto tonal que provoca vivir literariamente o escribir literatura vitalmente
Y una vez más, a este lector la trayectoria descrita en el libro le resuena con su propia trayectoria, puesto que también él se ve impelido a borrar el camino recorrido desde 2002, a recuperar el sendero de la concepción de lo literario que tenía en aquella época, y así comprender qué (y cuánto) le debe a Vila-Matas, maestro del desconcierto tonal que provoca vivir literariamente o escribir literatura vitalmente. Y esta es la deuda contraída: el humor como agente de la mayor seriedad artística, la imaginación como pirueta sobre el abismo de lo real.
Montevideo también nos regala una curiosa teoría sobre los tipos de escritores existentes: los que nada tienen que contar, los que están empeñados en no contar nada, los que no lo cuentan todo, los que esperan que Dios se encargue de contarlo todo, y los que se entregan a la tecnocracia. Estableciendo un juego de paralelismos, ¿cuáles serían los lectores posibles para Vila-Matas y Montevideo?
I, los que disfrutan perdiéndose con el autor; II, los que disfrutan viendo al autor perderse; III, los que saben que el autor se encuentra cuando se pierde; IV, los que se encuentran cuando el autor se pierde y luego se encuentra; V, los que disfrutan atravesando fronteras; VI, los que saben que la siguiente frase es uno de los mejores finales imaginables para una novela escrita en 2022: “El gran misterio del universo era que hubiera un misterio del universo”.