Se compone el volumen de nada menos que 21 textos dramáticos de Eusebio Calonge (Jerez, 1963), aparecidos algunos en editoriales y revistas, pero nunca publicados en su totalidad como ahora. Sí que han sido vistos y oídos antes de ser impresos, ya que los escribió para ser dichos por los actores de su compañía de teatro, La Zaranda, no para ser leídos. Por tanto es un volumen imprescindible, que abarca la producción de la compañía andaluza desde 1992, fecha en la que se incorporó como autor.
Calonge escribe a pie de escenario y eso marca su escritura. Sus textos están ideados para el elenco de su compañía, –integrada desde sus orígenes por Paco de La Zaranda, Gaspar Campuzano y Enrique Bustos–.
Estos intérpretes son la inspiración del autor y es con ellos y con sus voces con los que ha fijado la mayoría de los textos a partir de ensayarlos en el escenario, despojándolos de “la retórica inservible”, probando la intensidad y los silencios de las palabras, las acciones en el espacio y el tiempo, y creando unos personajes esperpénticos, que las más de las veces parecen salidos de un sainete de Ramón de la Cruz o de un paso de Lope de Rueda.
Una lírica hermosa
Hay que tomarse su tiempo para revisar las obras más célebres de la compañía y descubrir otras menos conocidas, como los cinco títulos que escribió para otros colectivos de teatro, por ejemplo, El sol de la infancia (La Pajarita de Papel, 2010) o la más reciente Convertiste mi luto en danza (La Extinta Poética, 2020).
También se incluyen dos sustanciosos prólogos sobre el proceso de escritura y sobre su idea universalista del arte.
[La Zaranda como último refugio]
Un teatro que tiene como regla el rechazo al lucimiento de la prosodia y que explora antes la forma que el fondo da como resultado textos de una calidad literaria asombrosa, tanto en las acotaciones –algunas más metafísicas que informativas– como en los diálogos.
Destila una lírica hermosa, rica en metáforas, con temperatura vital, exploradora de sombras y reveladora de cuadros pictóricos barrocos.
El desguace de las musas
Es cierto que algunas obras reinciden temáticamente en lo que él ya nos ha avisado que son “corrientes constantes” de su teatro: la meditación sobre el propio sentido del teatro (Perdonen la tristeza, 1992; Homenaje a los malditos, 2004, alegoría sobre la relación entre la tradición y el presente en el arte); su compromiso con la dignidad humana (Obra Póstuma, 1995, donde nos ofrece una metáfora de los naufragios humanos partiendo de las travesías de inmigrantes en el Estrecho; El régimen del pienso, 2012, sobre una sociedad deshumanizada); su búsqueda de lo trascendente, lo sacro, una metafísica (presente en casi todas las obras, especialmente en La puerta estrecha, 2000; o una de mis preferidas, Cuando la vida eterna se acabe, 1997); y el devastador paso del tiempo y la posteridad (El desguace de las musas, 2019; La batalla de los ausentes; Ni sombra de lo que fuimos, 2002).
Hay muchas joyas en este volumen.