Rafael Sánchez Ferlosio (Roma, 1927 - Madrid, 2019) escribió El Jarama en Madrid, entre el 10 de octubre de 1954 y el 20 de marzo de 1955. A pesar de que la novela le proporcionó un éxito importante, renegó públicamente de ella en distintas ocasiones; incluso durante años abandonó la ficción y se dedicó al cultivo del ensayo.
Desde su aparición, los analistas valoraron la novedad de un texto que se sustenta sobre los diálogos y supieron apreciar el esfuerzo de un autor que se mantiene oculto detrás de un narrador objetivo, aparentemente refractario a la manifestación de emociones. De hecho, se alzó con el Premio de la Crítica en 1956 y un año antes con el Eugenio Nadal.
La obra, no obstante, resulta conmovedora. Ferlosio es capaz de transmitir piedad por sus protagonistas, unos individuos que muestran la inquietud, el malestar y el desasosiego de sus vidas sin alicientes. Con el paso del tiempo, además, lejos de perder valor, el libro se ha convertido en un hito de la historia de nuestra narrativa, hasta el punto de ser catalogado como una de las cien mejores novelas españolas del siglo XX.
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Nos encontramos ante un clásico en el que Sánchez Ferlosio consigue captar el temperamento de un gran número de personajes, un texto en el que demuestra tener un oído finísimo para las hablas populares y que revela su asombroso talento para hilar una trama muy simple —en la que apenas sucede nada—, manteniendo el interés del lector de principio a fin.
La narración, además, presenta una instantánea de la España de los años cincuenta, de sus hombres y mujeres, de sus costumbres, de su educación y de su forma de vivir.
La historia, como sucede en Ulises de James Joyce o en Mrs. Dalloway de Virginia Woolf, se desarrolla a lo largo de un día —unas dieciséis horas— a mediados de agosto, y es de sobra conocida. No en vano, es lectura obligatoria en el Bachillerato, de modo que ha acompañado la adolescencia de un buen número de españoles.
Como hace mucho calor en la capital, una pandilla de chicos y chicas, de bajo extracto social, decide disfrutar del domingo a orillas del Jarama. Ferlosio, que conoce bien el espacio geográfico concernido, lo describe con minuciosidad de entomólogo. Se trata de un tramo del río que tiene cierta profundidad porque a pocos metros el agua se represa. Por eso lo eligen los madrileños para bañarse, a pesar de que en verano su caudal discurre arcilloso y a pesar también de que desconocen su peligro.
Aliviar el calor
Al hacerse tan popular, cerca de su ribera proliferan las ventas y aguaduchos. Allí adquieren vino, licores y refrescos quienes van de jira; incluso algunas familias, temerosas de acercarse a la orilla con su prole, se cobijan del implacable sol estival en sus jardines y patios emparrados. Cualquier cosa es buena si alivia las altas temperaturas. Al mismo tiempo, estos establecimientos tienen una parroquia fija, como sucede con la venta de Mauricio, lo que sirve para situar la acción en dos lugares próximos, aunque distintos, que, a su vez, albergan dos tipos de personajes: los jóvenes, que pasan el día a la vera del río, y los de mayor edad, que lo hacen en la venta y alrededores.
A lo largo de la novela son constantes las referencias al calor. Desde primera hora de la mañana, los fieles de la cantina dan cuenta del bochorno cuando aluden a los treinta y cinco grados a la sombra que sufrieron los días previos, mientras se preparan para una jornada igualmente abrasadora. En este sentido, Ferlosio describe el movimiento del sol, lo que le sirve no sólo para reflejar la evolución de un día ardoroso, sino también para marcar el transcurso de las horas.
En el tramo final, el sol da paso a la luna. Los dos astros son inequívocos protagonistas del relato y están dotados de un claro valor simbólico. El sol de El Jarama es el de mediados de agosto: asfixiante a mediodía, sofocante durante las primeras horas de la tarde, enrarecido y denso antes del atardecer e irrespirable en todo momento.
Es el foco, potente y vigoroso, que seca los cuerpos tras el remojón en el río, el que enrojece la piel expuesta a su inclemencia (“Me he puesto como un cangrejo”, dice una de las chicas mientras se viste al atardecer), el que quema las plantas de los pies de quien camina descalzo sobre la arena recalentada, el que deshace el hielo de la sangría, el que excita los ánimos de los concurrentes, provocando su hosquedad, y el que imprime a los cuerpos una pereza que a veces desemboca en desidia (“Tiene uno poca gana en el campo a mediodía, en toda la fuerza del sol”, observa uno de los
parroquianos).
El sol refulge en las tarteras y platos metálicos, y se transforma en un rectángulo cegador desde el interior de la tasca. Y en la pluma de Ferlosio, además, puede convertirse en un instrumento poético de primera magnitud: “alguien lo hizo [al sol] teñirse en lo rojo de un vaso levantado y apurado de pronto; alguien lo tuvo todavía en su pelo, en su espalda, en sus pendientes, como una mano mágica”. Al atardecer, cuando va declinando, los colores de la naturaleza se densifican y viran hacia el púrpura y el naranja intenso, y en las eras se percibe cómo su calor ha fosilizado surcos y terrones.
Entonces, de forma súbita, un viento que augura el otoño levanta un polvo rastrero y el sol da paso a una luna de sangre –“roja, inmensa, cercana”– que anuncia la tragedia; una luna que sorprende a Carmen y a Santos en el campo y los sobrecoge. Y mientras esto sucede, una muchacha, la más insignificante, se ahoga, ebria, en la oscuridad del río. Lo hace apenas sin ruido, como vivió durante sus escasos veinte años. Simultáneamente, las familias respiran el frescor de la noche y los jóvenes que tienen más suerte regresan a Madrid, donde el lunes recuperarán su vida desencantada.
La novela contiene reflexiones memorables sobre el paso del tiempo, sobre la fragilidad de vivir, sobre el porvenir aciago de jóvenes y mayores en una España sin alicientes, anclada en la pobreza y en la miseria espiritual, sobre el deseo de huir y la imposibilidad de hacerlo, sobre la alegría y la tristeza, sobre la desilusión y la belleza de lo efímero… Una (re)lectura imprescindible (y actual) bajo una sombra que mitigue los rigores del verano.
Palabra de geólogo
Así comienza El Jarama, con un texto entrecomillado cuyo autor fue Casiano de Prado, Ingeniero de Minas y geólogo del XIX:
“Describiré brevemente y por su orden estos ríos, empezando por Jarama: sus primeras fuentes se encuentran en el gneis de la vertiente Sur de Somosierra, entre el Cerro de la Cebollera y el de Excomunión. Corre tocando la Provincia de Madrid, por La Hiruela y por los molinos de Montejo de la Sierra y de Prádena del Rincón. Entra luego en Guadalajara, atravesando pizarras silurianas, hasta el Convento que fue de Bonaval. Penetra por grandes estrechuras en la faja caliza del cretáceo –prolongación de la del Pontón de la Oliva, que se dirige por Tamajón a Congostrina hacia Sigüenza. Se une al Lozoya un poco más abajo del Pontón de la Oliva. Tuerce después al Sur y hace la vega de Torrelaguna, dejando Uceda a la izquierda, ochenta metros más alta, donde hay un puente de madera. Desde su unión con el Lozoya sirve de límite a las dos provincias. Se interna en la de Madrid, pocos kilómetros arriba del Espartal, ya en la faja de arenas diluviales del tiempo cuaternario, y sus aguas divagan por un cauce indeciso, sin dejar provecho a la agricultura. En Talamanca, tan sólo, se pudo hacer con ellas una acequia muy corta, para dar movimiento a un molino de dos piedras. Tiene un puente en el mismo Talamanca, hoy ya inútil, porque el río lo rehusó hace largos años y se abrió otro camino. De Talamanca a Paracuellos se pasa el río por diferentes barcas, hasta el Puente Viveros, por donde cruza la carretera de Aragón-Cataluña, en el kilómetro diez y seis desde Madrid...”