La muerte siempre es intempestiva, insidiosa, lacerante. Nacido en Roma en 1927, Rafael Sánchez Ferlosio había alcanzado una edad provecta, pero el aliento de su prosa, con el fulgor y la profundidad de los clásicos, nos había hecho creer que viviría eternamente. Esa impresión se ha desvanecido esta mañana, cuando los medios de comunicación han anunciado que se había marchado de este mundo. Es difícil escoger uno de sus textos para explicar su vocación impenitente de escritor. Quizás ninguno le retrate mejor que el breve apunte autobiográfico titulado La forja de un plumífero. En ese elocuente panfleto relata sus penalidades como estudiante de bachillerato. Su feroz antipatía al espíritu académico y su proverbial inadaptación al mundo real le condenaron a cosechar una abundancia de suspensos que -sin la intervención de su padre, el escritor falangista y efímero ministro franquista Rafael Sánchez Mazas- le habría arrojado a la orilla del fracaso escolar. Quizás no haya mejor lugar para un incipiente plumífero. Su desdén por la enseñanza reglada debería hacer reflexionar a los profesores -y políticos- que reducen la literatura a un triste rosario de nombres y fechas. La manía de escribir procedía sin duda de su padre. Su proverbial molicie, también. Dicen que Franco le invitó a marcharse del Consejo de Ministros, retirando la silla que le correspondía. “No hace falta que vuelva más”, le comentó con una sonrisa, harto de su informalidad. Mi memoria sostenía que el indisciplinado, apasionado, disparatado Sánchez Ferlosio, no había finalizado sus estudios universitarios. Ahora leo que había obtenido un doctorado. No sé si es cierto, pero sí sé que es decepcionante. Al menos para mí, que también fui un mal alumno.
Leí Industrias y andanzas de Alfanhuí en la Rosaleda del Parque del Oeste. Cursaba COU en un colegio de padres reparadores y no soportaba las clases. Sólo me interesaba la asignatura de filosofía, impartida por José María González Estefani, un sabio algo tronado que mantenía una cordial amistad con el mítico padre Llanos. Subversivo y clarividente, González Estefani me prestó un ejemplar de Alfanhuí que nunca le devolví. Sentado bajos los parterres de la Rosaleda y con la ebriedad que producen los placeres prohibidos, me zambullí en una prosa que le daba la vuelta a las cosas, mostrando que la verdad sólo es un malentendido. Para comprender algo, siempre hay que buscar la perspectiva desechada, marginal y maldita. “Pródigo en diminutivos”, por utilizar una feliz expresión de Juan Benet, Alfanhuí enseña que lo verdaderamente grande suele anidar en lo pequeño, insignificante y grotesco. Lo trascendente no es algo solemne e inefable, sino una metáfora que combina aspectos de la realidad aparentemente incompatibles, como un castaño afligido por un hastío incurable o un estanque con chisteras de plata. Alfanhuí es un prodigio de la imaginación. Puro despilfarro que injerta las piruetas del modernismo en el delirio surrealista. Poesía autobiográfica que elude cualquier dato biográfico. Alucinación templada por la razón que divaga por las áridas tierras de Guadalajara. Fantasía en “color sepia” (Benet de nuevo) que se complace en las estampas orientales (jardines, brisas, lunas, pájaros exóticos), formulando paradojas arrebatadoras, como esa flauta que extrae su melodía del silencio. El paso por el Madrid castizo sólo acentúa la exaltación de lo ilógico y lo aberrante.
Quizás la grandeza de Alfanhuí reside en su minuciosidad, en esa peculiarísima exactitud aplicada a lo cotidiano hasta transformarlo en algo imposible. La victoria de la imaginación -o, si se prefiere, de la venganza- sólo se consuma con las armas del cartesianismo más estricto. Los primeros mil quinientos ejemplares de Alfanhuí fueron costeados por Sánchez Mazas. Una crítica elogiosa de Camilo José Cela ayudó a consagrar una obra que se mofaba del realismo imperante, reivindicando la herencia de Gómez de la Serna, quizás el genio más olvidado de nuestras letras.
Sánchez Ferlosio nunca pretendió llegar a ninguna parte. Sólo quiso vivir en el lenguaje, esculpir la sintaxis, explorar las posibilidades de un texto
No leí El Jarama hasta que llegué a la universidad. El cambio de escenario no afectó a mis malos hábitos. Pasaba más horas leyendo en los jardines de la Complutense que asistiendo a clase. Se ha repetido hasta la saciedad que El Jarama es una novela aburrida, una epopeya del tedio, una antinovela donde no sucede casi nada, salvo un ahogamiento durante una trivial excursión dominical. No es cierto. Es una novela donde pasan muchas cosas. En primer lugar, el tiempo discurre de una manera diferente, con un espesor que disloca cualquier expectativa lógica. Esa densidad introduce lo extraordinario en lo ordinario, demostrando que la realidad no es como habitualmente la representamos, plana y previsible, sino pluridimensional e impredecible. En segundo lugar, el lenguaje no es un simple vehículo expresivo, sino una portentosa alquimia que revoca el poder de la biología. Gracias a las palabras, podemos recobrar el pasado, suspender el presente y anticipar el porvenir. Finalmente, la cenicienta posguerra revela toda su carga de miseria, sin desembocar en el umbrío callejón del arte comprometido. La muerte acontece como puro azar, pero se trata de una apariencia engañosa. La dictadura fluye como un río que ahoga los sueños de varias generaciones, que apenas pueden respirar bajo el manto del miedo. Nadie quiere oír historias de muertos, pero los excursionistas llevan bañadores negros que evocan el luto. La muerte de Lucita puede interpretarse como el naufragio colectivo de una sociedad que no ha logrado vencer a sus demonios. Mientras llevan su cuerpo a la playa, aparece “un hombre a caballo, muy lejos, por el borde de la vía del tren, en lo alto del talud que atravesaba los eriales”. Es imposible no pensar en el caballito negro de García Lorca, acompañando a su jinete muerto hacia un lugar desconocido, o en la jaca negra que nunca llegará a Córdoba. El Jarama retrata un momento de la historia de España, fundiendo distintas secuencias temporales en el crisol de una tragedia con un eco interminable. No creo que Sánchez Ferlosio conceda la última palabra a la muerte, sino al callado rumor de una sociedad que no se resignaba a vivir en una colmena.
Sánchez Ferlosio dijo adiós a la ficción tras escribir El Jarama, saturado de realidad y novelería. Buscó el contrapunto en el ensayo, escapando del fatalismo de un relato que nunca se limitó a contar simplemente lo que sucedía en “un tiempo y espacio acotados”. El Jarama es una proeza arquitectónica, pero no es un milagro puramente formal. Con independencia de las intenciones de su autor, funciona como una esclusa del sufrimiento de la época. Los madrileños que huyen del hormigón y el cemento no son “gente desesperada de la vida”, como comenta uno de los clientes de la venta tras la muerte de Lucita, sino conciencias abrumadas por el tacto de la muerte. “Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres”, escribe Dámaso Alonso y nadie quiere pudrirse en ese osario, “ladrando como un perro enfurecido”. No sé si han cambiado demasiado las cosas desde entonces. Yo no he cambiado demasiado. Escribo este artículo con la misma resignación con la que acudía a clase, pero estoy deseando terminarlo para abrir un libro de Sánchez Ferlosio y reencontrarme con unas páginas que me proporcionaron una rara felicidad. La literatura nunca es puro goce. Siempre produce algo de sufrimiento, un dolor adictivo que fortalece nuestro amor a la vida, revelándonos el misterio que se esconde en las aguas de un río o en un huerto que se abona con nuestra podredumbre. Creo que los maestros de Sánchez Ferlosio le decían a menudo: “Nunca llegarás a nada”. Se podría escarnecer este comentario mencionando los galardones del escritor: Premio Cervantes, Premio Nacional de las Letras Españolas, etc. Dudo que esos reconocimientos despertaran el sentimiento de revancha del “plumífero”. Nunca pretendió llegar a ninguna parte. Sólo quiso vivir en el lenguaje, esculpir la sintaxis, explorar las posibilidades de un texto.
No creo que Sánchez Ferlosio haya muerto. Simplemente se ha dado a la fuga. No se lo reprocho. Vivimos en una época aciaga para los que practican la estricta ascesis de la palabra, sin preocuparse por despertar la ira de tirios y troyanos.