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En su hermosa narración Escrito sobre el cuerpo, Severo Sarduy contaba su vida a partir de las cicatrices que conservaba su piel, convertida de esa manera en el pergamino de su memoria. Una noche, hallándose en Berlín, Severo Montiel, que era devoto del escritor cubano, decidió hacer lo mismo, y mientras examinaba atentamente su cuerpo a la luz de una lámpara, empezó a recordar.
Comprobó que la primera herida de su vida tenía forma circular, y podía considerarse una O. Al parecer se había caído de la cuna y en el suelo había un vaso metálico, que a punto estuvo de perforarle el cráneo. Aún podía notar el redondel cuando se tocaba la cabeza.
Sus padres eran demasiado jóvenes, y la vida les arrastraba más allá de las ocupaciones familiares, de forma que se despistaban mucho, para desgracia de la criatura. Ahora Montiel pensaba que en todo lo referente a las experiencias fundamentales de la existencia, era importante haber tenido unos padres salvajes que como mucho le prestaban una atención flotante. En tiempos de tan blanda sensibilidad como los que estaba viviendo, quizá no era una desventaja el que le hubiese tocado en suerte padres que conocían la ira sagrada, padres que se convertían en dioses, y los dioses, ya se sabe, suelen ser muy caprichosos y a veces hasta irresponsables.
A una hora inconcreta del alba se informó a los viajeros por megafonía que había problemas en las vías por causa de la nieve y que el tren se detendría más de lo acostumbrado
Cuando tus padres son bárbaros con mucho carácter y mucha pasión, la vida con ellos se convierte en una fuente de saber inestimable. Tu corazón comienza a latir con más profundidad, comienzas a entender los misterios de la soledad, te haces ágil y fuerte como un apache: estás como sumergido en la verdad. Todo eso lo pensaba Montiel porque la segunda herida fue debido a la cólera de su padre, motivada porque Severo le estropeó su reloj de plata, y su padre lo persiguió por toda la casa, y viendo que no lo atrapaba le arrojó un zapato. El niño se asustó y chocó contra la estufa de gas, que estaba candente. La M mayúscula con la que se iniciaba el nombre de la marca del aparato (Mars Electric) quedó tatuada en su espalda.
La siguiente herida también estuvo vinculada con el fuego, y supuso un roce con la muerte, esa pederasta a la que no le importa llevarse a los niños a sus más lóbregas moradas. Era pleno verano y estaba próxima la medianoche. Severo se hallaba durmiendo en un cuarto contiguo al de sus padres cuando empezó a sentir que buceaba bajo el agua. Se veía a sí mismo en Hendaya, buceando en un lugar junto a las rocas, hasta que se daba cuenta de que no llevaba consigo las ampollas de aire comprimido y que se estaba ahogando.
Sí, se estaba ahogando. Aquello era la muerte, exactamente la muerte, y no podía salir a la superficie porque una fuerza le empujaba hacia el fondo.
De pronto abrió los ojos. No se hallaba bajo el agua, se hallaba en una casa llena de humo, un humo tan denso y tan ondulante que podía parecer agua si tus ojos estaban cerrados. Sus padres saltaron de la cama y abrieron la puerta que daba al pasillo. Fue mucho peor y las llamas invadieron también el dormitorio.
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Severo se desmayó. Cuando recobró la conciencia se hallaba sobre una camilla, en el ambulatorio. Algunos días más tarde supo que en el incendio había muerto el vecino del segundo: un hombre de mirada filosófica y manos temblorosas que se arrojó por la ventana para huir de las llamas.
El brazo izquierdo de Severo se hallaba vendado y le dolía. Había sufrido quemaduras serías, de las que aún le quedaban huellas junto al codo. La cicatriz era casi un arabesco y se parecía a una S.
Se había hecho más heridas, pero las recordaba con imprecisión y además sus huellas se habían borrado de su piel poco después de haberlas padecido. Y ahora, al ser consciente de las que aún eran visibles en su cuerpo, le parecía curioso que formasen la palabra OMS. Casi parecía la célebre palabra con la que comienza el más famoso de los mantras.
Eran ya las doce de la noche y decidió acostarse, pues al día siguiente tenía que volar hasta Moscú para después subirse al Transiberiano, del que iba a hacer un reportaje para National Geographic.
2
Nada más llegar a Moscú, lo primero que hizo fue ir al café Pushkin con la intención de tomar un buen vodka. En eso estaba cuando un camarero resbaló dejando caer la bandeja y empujando a su vez a Severo, que también cayó. Los cristales de los vasos rotos le hirieron el brazo izquierdo dibujando sobre su piel una K sangrante.
La herida no era grave y esa misma noche Severo se subió al Transiberiano. A una hora inconcreta del alba se informó a los viajeros por megafonía que había problemas en las vías por causa de la nieve y que el tren se detendría más de lo acostumbrado en la ciudad de Omsk. Severo no le dio importancia, descendió al andén y se dejó envolver por la nieve. Sus ráfagas, agitadas por el viento, eran tan espesas que apenas podía ver las insignias de neón de la cafetería, donde volvió a tomar vodka.
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La revelación llegó a él cuando acababa de apurar la quinta copa. Se dio cuenta de que, si añadía la herida en forma de K que se había hecho en el café Pushkin, la palabra escrita sobre su cuerpo era el nombre de la ciudad en cuya estación se hallaba: OMSK. Severo no era un hombre supersticioso, pero le entró un súbito terror, acentuado por el mucho alcohol que llevaba en el cuerpo, y pensó que Omsk tenía que ver con su destino, y que ese destino ya estaba escrito en su cuerpo.
El altavoz anunció la reanudación del trayecto tras informar a los viajeros que se habían visto obligados a cambiar de vía. Severo no atendió al mensaje y atravesó el andén. La nieve y el alcohol lo cegaron y dio un paso en falso, cayendo a la vía cuando ya tenía encima una máquina quitanieves que partió su cuerpo en dos. Fue la última herida, las más definitiva y la más atroz. Eran las siete de la mañana de un oscuro día de invierno en la estación de Omsk.
Jesús Ferrero (Zamora, 1952) conoció el éxito con su primera novela Bélver Yin (1981), Premio Ciudad de Barcelona 1982. Poeta y coautor con Pedro Almodóvar del guion de Matador (1986), en 1990 obtuvo el Premio Plaza & Janés con El efecto Doppler. Varias novelas y relatos breves después, ganó el Premio Anagrama 2009 con su ensayo Las experiencias del deseo. Eros y misos. Su último libro: La posesión de la vida (Siruela, 2020).