Aquellas dos chicas pertenecían a la agencia de azafatas de Carmen. Me contó una historia muy graciosa que tenía que ver con ellas. Iba a celebrarse la vuelta ciclista a la región, y las citó en el pueblo para explicarles qué tenían que hacer. La selección la había hecho en Madrid, a través de un anuncio del periódico. Se presentaron varias jóvenes, pero enseguida se fijó en esas dos. Iban siempre juntas y había una misteriosa complicidad entre ellas. Hecha su elección, quedaron en la Casa Rural que tenía en Torrelobatón, donde se probarían los vestidos y les explicaría qué tenían que hacer.
Era muy sencillo. Al final de la etapa, entregaban los trofeos a los ganadores, les daban un beso en la mejilla y santas pascuas. No tendrían problemas con los ciclistas. Eran como niños grandes y cuando se bajaban de la bicicleta estaban tan exhaustos que solo deseaban irse a la cama a dormir. Les reservó dos habitaciones en la posada, pero ellas le dijeron que preferían dormir en la misma para poder hablar. Y se dio cuenta de que había algo entre ellas. Bastaba con ver la forma en que se miraban y en cómo se copiaban los gestos, como si cada una fuera el reflejo de la otra. Cenaron juntas, y bebieron vino. Una era muy habladora, y la otra la escuchaba arrobada. Parecían dos esposas citándose a escondidas para hablar de sus cosas porque se aburrían con sus maridos.
Carmen salió un momento a responder al teléfono, y cuando regresó a la cocina se estaban besando. Se separaron bruscamente, y ella les dijo que no tenían por qué avergonzarse de lo que sentían, y que no le importaba lo que quisieran hacer. A partir de ese momento, ya no ocultaron su amor. Se reían tontamente, jugaban enlazando sus dedos, se acariciaban el pelo o se quedaban mirándose como preguntándose quien había echado en el vino aquel filtro que les privaba de voluntad y ponía a cada una al arbitrio de la otra. Y Carmen se acordó de algo que le había pasado años atrás con una amiga. Fue uno de esos enamoramientos tan frecuentes entre las chicas a esa edad, aunque ellas se nieguen a llamarlo así, o al menos en aquel tiempo lo hacían.
Les reservó dos habitaciones en la posada, pero ellas le dijeron que preferían dormir en la misma para poder hablar
No podían vivir separadas. Salían juntas y lo primero que hacían al llegar a casa era correr al teléfono para llamarse y seguir hablando. Se cambiaban la ropa, se peinaban igual, incluso compartieron un novio. Fue su amiga la que empezó a salir con él, pero aun gustándole aquel chico, lo que más le gustaba era quedar luego con ella para contárselo con pelos y señales. Un día la llamó para decirle que estaba enferma. Había quedado con el chico para ir al cine, y le pidió que fuera en su lugar a la cita, pues le daba pena dejarlo solo. Le puedes besar si quieres, le dijo en broma.
Carmen quedó con el chico y fueron juntos al cine, pero apenas se conocían y no pasó nada entre ellos. La amiga empezó a trabajar de canguro en una casa, y hasta que acostaba a los niños no podía salir. Podéis quedar vosotros, les dijo, os dais un paseo y luego me venís a buscar. Y eso empezaron a hacer. El chico iba a buscar a Carmen a la biblioteca y tenían un par de horas para pasear o tomarse un café. Una de esas tardes, en un parque, empezaron a besarse. Y a partir de entonces lo hacían cada vez que se encontraban.
Aquel chico era un obseso de los besos. No besaba como los otros, era como si quisiera meterla dentro de su boca. Suerte que no la tenía más grande, pensaba ella, se la habría comido entera. Carmen nunca le habló de esto a su amiga, y esta jamás le preguntó nada. Pero por la forma en que la miraba cuando la iban a buscar, se veía que lo sabía todo y lo aprobaba en silencio. Era como si aquel chico fuera como esa falda o esa blusa que se intercambiaban porque querían parecerse en todo. Solo un juego entre las dos. Pero por más que Carmen se preguntaba qué juego era ese no encontraba respuesta.
Llegó el verano y ya no se volvieron a ver, pues los padres de su amiga se mudaron de ciudad y ella tuvo que acompañarlos. Se escribían con frecuencia, pero poco a poco las cartas se fueron espaciando hasta desaparecer. Más tarde, cuando Carmen pensaba en todo aquello se preguntaba si había sucedido de verdad. Las cosas existían porque se hablaba de ellas. Si no las ponías nombres, dejaban de existir.
Todos buscábamos otra cosa. ¡Y no digamos en el amor! Éramos como Jean Seberg, queríamos escapar por la ventana en busca de un ser hermoso
Muchos años después, volvieron a encontrarse. Fue un encuentro casual en una estación, mientras esperaban trenes diferentes. Pasaron revista a su vida, hablaron de sus trabajos y de sus respectivas familias. Y cuando Carmen le preguntó si estaba casada, ella le dijo que sí, pero con otra mujer. Y le hizo una confesión. Había estado enamorada de ella. Pero en ese tiempo tenías un novio, le dijo Carmen. Era un pobre chico, le utilicé. Yo a quien quería besar era a ti.
Por qué dices eso, le preguntó perpleja. Quería que os liarais, y me las arreglé para que salierais juntos. Un chico y una chica de la misma edad, con los mismos deseos, era lógico que terminarais haciéndolo. Luego llegaba mi turno. No te entiendo, le dije. Es fácil. El chico acababa de estar contigo, y sabía lo que había pasado. Tenía tu olor, en sus manos estaba el temblor de tu cuerpo. Yo buscaba en su boca los besos que le habías dado tú.
Por los altavoces de la estación anunciaron la salida de su tren, y se tuvo que ir a toda prisa. Ni siquiera les dio tiempo a intercambiar los números de sus teléfonos, y ya no se volvieron a ver. Al terminar su relato Carmen se quedó un rato en silencio. Qué cosas hacemos las personas, ¿verdad?, murmuró para sí. Para tener lo que quieres se necesita coraje, se me ocurrió decirle. La historia de aquella chica que para acercarse a su amor prohibido había preferido la fantasía a la realidad me había conmovido. Todo necesita coraje, me contestó. Sí, era verdad. Nadie se conformaba con lo que tenía, con lo que era. Todos buscábamos otra cosa. ¡Y no digamos en el amor! Éramos como Jean Seberg, queríamos escapar por la ventana en busca de un ser hermoso.
Nacido en Valladolid, en 1948, Gustavo Martín Garzo es Premio Nadal de 1999 con Las historias de Marta y Fernando y Premio Nacional de Narrativa de 1994 con El lenguaje de las fuentes. Autor de más de una treintena de novelas (como No hay amor en la muerte, 2017), ha publicado también ensayos (Una casa de palabras, 2012) y libros infantiles (El beso de medianoche, 2014). Su última ficción es El árbol de los sueños (Galaxia Gutenberg, 2021).