Convertido en la esencia de sí mismo, Álvaro Pombo (Santander, 1939) está a punto de abandonar, si todo va bien, la residencia en la que vive desde que hace meses tuvieron que operarle la cadera: el orden blanco, aséptico e impersonal de su habitación contrasta con la exuberancia feliz de su casa, tan llena de cachivaches, libros, viejas alfombras, marinas, y más libros, y lámparas, y una terraza “con naranjos y prunos, puro verdor”: es, dice una casa “bohemia y divertida” que el narrador y poeta echa mucho de menos, y a la que sueña con volver.
Mientras balancea las piernas sentado en la silla de ruedas, enciende a escondidas un cigarro y recuerda cómo estuvo a punto de quemar su casa hace poco “pero no por fumar sino por un calefactor que tengo bajo una mesa, y menos mal que me desperté con el humo y las llamas y tuve la serenidad de salir a la terraza y coger la manguera para poder apagarlo. Pero estuve a punto de morir asfixiado, yo, el gato Rudyard… Y el hornillo se salvó, ja, ja, sigue funcionando…”.
“Lo que de verdad sabemos de Dios es muy poco, pero me inspira confianza. Yo, con la existencia de Dios, hasta la muerte y un paso más”
Pregunta. ¿Cómo es eso de debutar como ensayista a sus más de ochenta años, cuando siempre se le ha considerado un narrador filosófico?
Respuesta. Favor que me hacen, ¡qué más quisiera yo que ser filósofo! Pero pienso lo mismo que Valéry cuando le decían que El cementerio marino era un poema filosófico: como él, he tomado de la filosofía un poco de su color. Yo no soy un filósofo ni un teólogo, pero como todas las personas ilustradas doy mucha importancia a la idea de Dios, soy básicamente un poeta y un narrador al que se le ha quedado el color, se ha impregnado de filosofía. ¿Cómo voy a negar que me interesan mucho Santo Tomás de Aquino, o Sartre, o Nietzsche, o Hegel y su fenomenología del espíritu? Me siguen impresionando mucho, y me han impregnado, me han dado color, pero qué más quisiera yo que ser un gran hegeliano. Como mucho soy lo que Ortega llamaba “un buen aficionado”.
Una ficción inmanente
P. ¿En qué sentido Dios es la ficción suprema?
R. En el de que es el ser de todos los seres y ha estado en abstracto, desde el principio de los tiempos. No es el dios convencional de la Iglesia Católica, sino una presencia, un objeto cultural profundo, una ficción inmanente a la conciencia humana. Sin Dios se achica la idea que tenemos de nosotros mismos. Dios, que es la ficción suprema, no es, sin más, solo eso.
P. Pero ¿cree en Dios?
R. ¿Recuerdas lo que se decía de los comunistas, aquello de con los comunistas, hasta la muerte y un paso más? Pues yo, con la existencia de Dios hasta la muerte, y un paso más. Aunque los tratados de teología son extensísimos, lo que de verdad sabemos sobre Dios es muy poco, pero nos ha inspirado confianza, nos da fe en el sentido de aquel romance: “Madre, un caballero / de casa del rey, / siendo yo muy niña / pidióme la fe; / dísela yo, madre, / no lo negaré. / Mal de amores he”. Dar la fe es “yo me fie de él”. En Dios uno puede confiar, no demostrar: no se demuestra su existencia, pero uno puede fiarse de la promesa, como la niña de la canción.
P. ¿Y quién es ese Dios en quien confía?
R. Es el Inaccesible, y el compañero imaginario de mi niñez, por así decirlo; es un eco machadiano de esos versos: “converso con el hombre que siempre va conmigo. Quien habla solo espera hablar a Dios un día”. Ése que conversa con quien va siempre consigo, con su amigo imaginario, soy yo. Yo era hijo único, un niño solitario, aunque soy muy sociable, pero siempre he tenido un compañero imaginario, que muchas veces ha sido un compañero real. Nunca he negado la existencia de la naturaleza de Dios, que es totalmente inverosímil tal y como se nos explica, porque a la vez era mi compañero imaginario y, siempre ha permanecido en mi conciencia.
“Hay un misterio de la trascendencia que nos sobrepasa a todos y cuya realidad no podemos tocar pero tampoco negar”
P. Este libro no es el primero que dedica a la fe, tema de muchos de sus poemas y novelas. Incluso escribió un libro sobre san Francisco de Asís.
R. Sí, no es historia ni una biografía, es una lectura de San Francisco, la mía, influida por Max Scheler y su Esencia y formas de la simpatía, en el que lo retrata como un santo único porque descubrió unos valores ignorados antes como el valor del amor a los animales y a la naturaleza. En el siglo XIII estaba siendo un ecologista, y aunque no tenía intención de oponerse al Papa, lo hacía sin querer, con su ejemplo, con su misma pobreza: si el Hijo de Dios no tenía dónde posar su cabeza, él tampoco. San Francisco creó un sistema de valores inesperado, fue una figura absolutamente relevante y sigue siéndolo.
A vueltas con la culpa
P. ¿Cómo han marcado al hombre y al escritor los conceptos de culpa y de pecado?
R. En el libro recuerdo una canción que cantábamos en el colegio en Semana Santa, “Acompaña a tu Dios, alma mía, / por ti condenado a muerte cruel. / Y al autor de tu vida contempla / cargado con culpas que no tuvo ÉL”. Pues verás, ese culpable era yo, ¡yo había sido el culpable de la muerte de Dios! Luego, el concepto de culpa va cambiando y se convierte en responsabilidad. Comprendes que no eres culpable, pero sí responsable, de las cosas que haces, de las decisiones que tomas, de tu vida. Sartre decía que era responsable de la Segunda Guerra Mundial. Y sin embargo, el concepto de culpa sigue siendo una impregnación teológica en nuestra cultura, y es bastante absurdo. En mi caso es un sentimiento de responsabilidad pero yo ya no tengo sentimientos de angustia o culpabilidad por cosas que no he hecho.
P. Pero ¿le preocupa el problema de la trascendencia?
R. El mundo religioso, cristiano, forma parte de nuestro horizonte cultural, se puede incluso decir que es un objeto cultural en el mismo sentido en el que serían un objeto cultural los ángeles de El Greco que tanto impresionaron a Rilke cuando visitó Toledo. Lo único cierto es que el alma de poeta se orienta hacia el misterio, porque hay un misterio de la trascendencia que nos sobrepasa a todos, y cuya realidad no podemos tocar ni afirmar pero cuya presencia no podemos tampoco negar.
“Vivo al margen de las redes porque prefiero charlar con unos pocos, estupendos amigos, sin sobreexponer mi intimidad”
P. ¿Le angustia la idea de la muerte?
R. No, vamos a ver, yo no tengo el sentimiento unamuniano de la desaparición del yo. Unamuno sale paseándose por el cementerio de Bilbao y piensa que aunque muramos y seamos polvo, volveremos a vivir vestidos con la carne y la piel que nos cubría. Bueno, no sé si a mí esa resurrección me ha interesado mucho nunca, la verdad, pero lo que sí sé es que, de acuerdo con un teólogo gallego mayor que yo, que ya es ser viejo, llamado Andrés Torres Queiruga, hay que repensar la resurrección porque si Cristo no resucitó es vana nuestra fe. Pero ¿cómo va a resucitar de entre los muertos al tercer día si era un ser humano? Esto es una lunada, pero sin creer eso, es vana nuestra fe.
P. Así que no teme morir...
R. Tú me has preguntado por la muerte… a mí me asusta la muerte de las personas que he querido, o que quiero. Tú me ves así, en silla de ruedas, pero no tengo intención de estirar la pata. Estoy caduco, pero no tengo el sentimiento de la cercanía de la muerte. Por ejemplo, hay un texto muy bonito de César Vallejo que dice “me moriré en París con aguacero / un día del cual tengo ya el recuerdo”. Yo no tengo esa morbidez, no podría decir “me moriré en Madrid con 45 grados a la sombra, un día de verano que ya recuerdo”, aunque como vivo en Madrid no, no creo que haya aguacero; lo que sí puede ser es que me coja en el veraneo, ja, ja. He estado muy enfermo estos últimos años, pero no tengo un sentimiento de muerte. Lo que sí he descubierto es que ahora soy mejor persona, soy mejor viejo que hombre maduro fui, no sé si más listo pero desde luego si más enterado.
Coliflores de mármol
P. Y le ha dedicado muchos poemas.
R. Sí, he escrito muchos, algunos serios, como uno de Variaciones (“La muerte es como nosotros / llana, leve, puntual como nosotros/ deja sin acabar las casas y los árboles….”) y otros burlones: “En mi sepulcro quiero compañero / Coliflores de mármol de Carrara / No muchas ni muy grandes, que prefiero / una pompa que no te salga cara”. O uno que siempre me pide que recite el director de la RAE al final de los almuerzos y que acaba diciendo: “me transportaban cuatro generales / y en la Red de San Luis se atascó el duelo / lloraban Reyes lágrimas reales / hortera y mártir, fui derecho al cielo”. Cuando llego al último verso, “hortera y mártir”, es el carcajeo total, es una broma pero es en serio, eso me va a pasar... Yo tomo a broma mi propia muerte, pero mi muerte propia es la de un hombre inteligente, guasón y cristiano, homosexual y santo, todo eso junto, claro. Félix de Azúa me ha llamado hace poco “poeta, ensayista y santo” y me encanta, porque ha captado una reflexión mía acerca de la santidad que me interesa mucho más que la muerte.
P. En el libro recuerda que el hombre de fe y el poeta se esfuerzan por decir lo imposible: ¿cuándo lo ha logrado, cuando ha dicho “lo que era imposible de decir”?
R. Bueno, cuando era joven lo que era imposible de decir es que era homosexual y yo siempre lo dije, siempre escribí sobre el asunto… Yo siempre he dicho que no salí del armario porque siempre he estado fuera. De alguna manera eso era lo imposible entonces. Y hoy lo imposible es la santidad, el concepto mismo: ¿es un asunto de perfección (“Sed perfectos como vuestro Padre es perfecto”) o de inconsciencia? Iris Murdoch, que también reflexionó mucho sobre la santidad, escribió “goodness is unconsciousness”, “la verdadera bondad es inconsciente”, o como decimos aquí, que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha, porque si lo sabe ya se acabó, no es bondad, es exhibición, es vanidad. No se puede querer ser santo, no se puede ser consciente o buscar la propia santidad. Yo, por ejemplo, no soy mal tío, pero tengo un pronto colérico a veces, y un montón de días, soy impaciente.
P. La ficción suprema también nos descubre que no usa ordenador al escribir sus libros y que siempre dicta.
R. Sí, empecé a dictar cuando regresé a España en 1977 o 78, después de haber pasado doce años trabajando de telefonista en Londres, en el Banco Urquijo, je, je. En Madrid comencé a trabajar en otro banco, y como teníamos jornada continua, empezábamos a las 8 y salíamos a las 3. Luego, íbamos todos juntos a comer (yo, boquerones fritos), y luego tenía toda la tarde para trabajar, así que empecé a llamar a alguien para dictar y ya me acostumbré. Hace poco he descubierto que no soy tan raro, que el mismísimo Henry James escribió las complicadas tramas de La copa dorada dictándolas a un escribiente pelirrojo. Y que hizo lo mismo con su terrorífica Otra vuelta de tuerca, sin mostrar una sola emoción mientras dictaba.
P. Al final del libro, afirma que le horrorizan las redes, los tuits y los emails. ¿Por qué?
R. Antes me horrorizaban, pero ya no, sólo vivo al margen porque sigo prefiriendo charlar con unos pocos, contados, estupendos amigos, en conversaciones espontáneas, brillantes y bienhumoradas casi siempre, pero sin sobreexposiciones gratuitas. No me interesa ese vaciamiento constante del yo. Ahora la gente lo cuenta todo, lo muestra todo, se sobreexpone gratuitamente, y yo no necesito enseñarlo todo, muy al contrario, necesito que mi vida privada sea como un iceberg, que solo muestre una décima parte de mis pensamientos, de mis sentimientos, de mi ser, mientras lo esencial sigue escondido, lejos de la vista de los demás.