El sistema esclavista norteamericano ha sido un referente inagotable de la cultura mundial desde que Frederick Douglas publicara en 1845 The Narrative of the Life of Frederick Douglass, an American Slave. En aquel siglo, la obra más representada en los teatros de la joven nación norteamericana fue la adaptación de La cabaña del tío Tom de Harriet Beecher Stowe. De igual forma, la serie Raíces, basada en la novela de Alex Haley y emitida en TVE en los 70, representa uno hito que forma parte del imaginario colectivo.
Hasta Raíces rubias, Bernardine Evaristo (Londres, 1959) se había prodigado en la poesía, pero solo alcanzó fama internacional con Niña, mujer, otras, galardonada con el prestigioso Booker en el 2019 (junto a Los testamentos de Margaret Atwood), y mencionada por el presidente Obama como una de sus novelas preferidas. La referencia a Haley viene a cuento por mi sospecha de que Evaristo tenía en mente su libro cuando escribió esta su primera novela, Raíces rubias, ahora traducida al castellano. La autora, británica de ascendencia nigeriana, establece un interesante diálogo filosófico-literario con el afroamericano en la línea de las teorías de Harold Bloom en The Anxiety of Influence. Raíces rubias es el negativo de la fotografía que representaba Raíces.
Se trata de una propuesta satírica en clave “el mundo al revés”, muy en la línea de la novela En el país de las últimas cosas de Paul Auster. En el mundo ideado por Evaristo son los áphrikanos quienes tienen esclavos blankos –los europanos/caucasoides son más adecuados para el trabajo físico–, y se reproducen exactamente los mismos comportamientos inhumanos; eso sí, los verdugos son los negros y las víctimas, los blancos.
El tiempo de la acción permanece indefinido y el espacio geográfico se referencia de acuerdo a un mapa al comienzo de la obra que solo sirve para complicar el emplazamiento. Tampoco importa: la acción transcurre en el Reino Unido de Gran Ambossa, que forma parte de Áphrika y cuya capital es Londolo. La imaginación de Evaristo al poner nombre a naciones y establecimientos resulta cuanto menos singular.
Lugares de moda son el Starbright o el Coasta Café; en la escena triunfan obras como Adivina quién no viene a cenar, Rebelión en los bateyes, y sobre todo la adaptación de Diez blankitos; en Europa estaban la Costa del Carbón, la Costa de la Col y el cabo de Mala Fortuna; en los barcos blankeros figuraban nombres como La belleza nigra, Changó Matacristianos…
La protagonista en esta distopía para los blancos o utopía para los negros es Omorenomwara –“Esta niña no sufrirá”–. Así decidió llamarla su primera propietaria, pero su verdadero nombre es Doris (también Kunta Kinte fue rebautizado como Toby Waller). En su piel lleva grabadas las iniciales de los dos amos que ha tenido: PUTA (Panyin Utu Tangana Abeba) y KKK (Kanga Konata Katamba). Fue secuestrada cuando tenía 10 años y jugaba al escondite con sus hermanas.
Tras una dura travesía en un barco blankero, fue vendida para ser amiga de una niña “porque en aquella isla no había niños ambossanos [nativos de Ambrossa] con los que jugar (…) Mi trabajo era complacer a Pequeño Milagro [nombre de la niña]. El suyo, complacerse a sí misma.” (pp. 149-150). Doris logrará deshacerse de la pequeña tirana –que tenía en su mano el poder de decidir sobre mi vida y mi muerte” (p. 159)–, aunque todos creen que se ha tratado de un accidente, y será vendida de nuevo, pues su presencia revive en la madre los recuerdos de Pequeño Milagro.
En Raíces rubias se narran los límites de la crueldad y también de la solidaridad entre los esclavos
En su nuevo destino se le encomendarán tareas domésticas, ya que siendo del tipo “Barbis” –“raquítica de pelo rubio”– no resulta apropiada para trabajar en el campo. Su suerte cambia cuando fue apresada tras intentar huir y es enviada a la plantación “Hogar, dulce hogar”. Allí conocerá los límites de la crueldad y también de la solidaridad entre los esclavos. Finalmente logrará huir y alcanzar la libertad. En el camino perderá a sus tres hijos, a su padre y dos hermanas que también fueron secuestradas.
Haley concluye Raíces trazando el árbol genealógico que le emparenta con Kunta Kinte, proporcionando de esta forma verosimilitud al relato. Evaristo incluye un “Epílogo” informando sobre el destino de sus personajes y asegurando que “En el siglo XXI, los descendientes de Buana siguen siendo propietarios de esos terrenos en los que se continúa cultivando caña de azúcar” (p. 374).
Cada una de las tres secciones en que se divide la novela cumple una función específica. La primera de ellas, en la que se narra el secuestro y los pormenores del viaje y significado de la esclavitud, responde a los estereotipos típicos del asunto. Se repiten asuntos de índole social bien conocidos, como la separación de familias, el abuso de los amos, las torturas, etc.
En el segundo libro, la autora nos expone ante una situación inesperada. Dota de voz propia al amo esclavista, quien podrá expresarse en primera persona y razonar sobre los motivos y beneficios que representa la esclavitud incluso para los propios esclavos.
La posibilidad de expresarse dirigiéndose directamente a nosotros de forma epistolar –“Estimado lector”– se traduce en una suerte de humanización del personaje. Resulta complejo aventurar los motivos para tal decisión por parte de la autora. Bien pudiera ser que tratara de erradicar cualquier explicación racional desde premisas sociales o económicas. Buana no puede entender que alguien sea tan “desagradecida” como para huir en busca de la libertad.
La perspectiva que se nos presenta en el tercer y último libro, en el que Doris vuelve a recuperar la narración en primera persona, ofrece una aproximación mucho más personal al problema desde un punto de vista emocional. Llama la atención el personaje de Sharon, la única hermana que también logra sobrevivir. El sistema esclavista ha logrado deshumanizarla hasta el punto de aceptar su nueva realidad como algo válido. Para ella negar la realidad se ha convertido en autodefensa. Para Doris, por el contrario, “era una historia que podía releerse, pero no volver a ser vivida.” (p. 344).