Fermín Herrero (Ausejo de la Sierra, Soria, 1963) es Premio de las Letras de Castilla y León y de la Crítica por su libro Sin ir más lejos. Si a eso sumamos que ha conseguido galardones tan prestigiosos como el Hiperión, Gil de Biedma, Fray Luis de León y Jaén, no es fácil explicar que siga siendo ese poeta secreto que no suele salir en la foto de su generación. Tal vez porque no atiende a otra cosa que no sea su silenciosa, solitaria tarea. Fruto de esa concienzuda labor poética, sus libros fundamentales: además del citado, Echarse al monte, Un lugar habitable, El tiempo de los usureros, Tierras altas, Tempero (publicados por Hiperión) y La gratitud.
En la tierra desolada está dividido en cuatro partes de quince poemas cada una y, salvo un par de excepciones, todos tienen diez versos y carecen de título. Abre el libro uno situado el páramo de sus altas tierras sorianas, en la Castilla vacía, presente en su obra mucho antes de que la inventara Sergio del Molino. Léase “Por los oscuros pueblos…”. “Por aquí / no queda nadie, esto se acaba”. Naturaleza, campo. Desolación, despoblamiento. Y una tristeza no vencida que se refleja en los pecios del naufragio que es cualquier vida.
Como el paisaje natal al que se refiere, el lenguaje es parco, sobrio, austero. De regusto antiguo: arguilla, escernida, socarra, bajerada, caloracha, cehomo…Encabalgado, de peculiar sintaxis. Alegórico y elíptico. Se ve a las claras que al que escribe le cuesta gastar palabras en vano; no como a otros, palabreros profesionales. “Por respeto al misterio”. “Lo decible es tan poco”. Palabras, por cierto, que brotan de la mirada de un ser contemplativo: “Al fondo / ha de haber siempre algo, escondido, mirándonos”. “Levantar los ojos, sólo eso”. “Mirar, para seguir mirando, en desamparo”.
El tono de Herrero es melancólico. El de alguien que se pregunta dónde hallará refugio. El que escribe: “que sea lo que sea / nadie soy, esto, un hombre en un sendero, qué más”. Alguien que se mueve entre la compasión, el consuelo y la culpa. Humilde: “Qué ingenuo, creías estar / nombrando el mundo”. Que siempre vuelve porque no debió marcharse. De la luz, el agua, la nieve, el frío (“qué negras las pasamos”). De la sierra, los árboles y los pájaros, que permanecen en la infancia. “Al sereno”. Que intenta entender al mar.
Se suceden las tardes y los meses en un libro con aires de dietario. “Sólo en lo indecible, hurgo, habito”. Que se conforma con “la paz del que no sufre”, consciente de que “un tiempo peor ha de venir, estoy seguro” (el mismo que “finiquita a su antojo”) y de sus límites. Que transita entre la liviandad de lo frágil y la permanencia de lo efímero. Que está “a gusto con lo mínimo” y cree “que habría que erguirse a cada instante, siempre. Por los demás”. “Si digo simplemente lo que hay / es porque no doy más de sí, me temo”. Con eso basta.