Bien entrada en la cuarta década de su existencia, Mercedes Cebrián (Madrid, 1971) decide aprender a tocar el violonchelo. Lleva veinte años sin desempolvar los conocimientos musicales que adquirió en su infancia y adolescencia típicamente sobre-educadas de la vieja clase media española, y es muy dudoso que semejante inversión de tiempo pueda conducirla a ningún resultado práctico; sin embargo, o precisamente por eso, la escritora persiste en su empeño de acarrear ese instrumento voluminoso por toda la ciudad, ensayo tras ensayo, como si fuera un perro querido o un enamorado. Este es el punto de partida de Cocido y violonchelo, un librito que tal vez funcionaría mejor si obviáramos sus intenciones estructurales para imaginar que es un diario más o menos azaroso.
Y es que, tanto da qué pensemos a priori de su planteamiento, el tono de la escritura nos seduce en cuanto empezamos a leer: su levedad amable logra integrar la pasión musical en lo cotidiano con una sonrisa, evocando la voz de una amiga que nos contagiara su entusiasmo en un rincón del último bar abigarrado de la ciudad.
Quizás lo que más me guste, en este sentido, sea la normalidad con la que Cebrián asume que “no estamos en Salzburgo, sino en el sur de Europa”, es decir, el modo anti-pedante, pero no condescendiente ni profesoral, con que su voz narrativa aborda distintos aspectos de un tema cuya raigambre clásica lo convierte, en teoría, en “alta cultura” elitista.
La protagonista de Cocido y violonchelo, en cambio, no lo utiliza para disfrazarse de aristócrata vienesa (de hecho, bromea con esas pantomimas tan típicas de “gente culta”) ni para agenciarse un personaje exquisito: habla de callos en las manos, de cultura popular, de cenas en bares populares tras un concierto…
Y lo hace con una prosa cercana, modulada por encima del mero utilitarismo comunicativo, pero, eso sí, puliendo cualquier arista conflictiva o ambigua (que es donde podrían saltar chispas más deslumbrantes, claro). Es su apuesta, y está muy lograda.
Su levedad amable logra integrar la pasión musical en lo cotidiano con una sonrisa, evocando la voz de una amiga
El problema, como ya insinué, es que la segunda parte del libro se va deshilachando a medida que intenta darle una dirección menos arbitraria al hilo central, y no digamos cuando ensaya el contrapunto, anunciado en el título, entre la artesanía de la interpretación musical y la culinaria. Que el lector comprenda la intención compositiva no significa necesariamente que le suene bien. Al menos en mi caso, hay ciertos pasajes que parecen francamente arbitrarios (y sobre todo, irrelevantes), como la escena en la que la narradora casi pide una sopa en un restaurante italiano… Pero al final, pues mira, no.
Aun así, a trompicones, la cercanía del estilo me permite seguir apreciando detalles aquí y allá, hasta que el pasaje final, el “Momento Cocido” que cierra el libro, logra desanimarme con un giro costumbrista divertido al que, sin embargo, acompañan algunas preguntas no muy pertinentes: de verdad no logro comprender que un cocido sea el objeto ideal ante el que preguntarse qué son izquierdas y derechas, modernidad y antimodernidad (en todo caso, saborear el tuétano sería una excelente excusa para cuestionar el papel de la crueldad en nuestra cultura), etcétera; y menos aun cuando la escena se ha dispuesto con tanta precipitación.