Al final, la literatura es cuestión de forma. Es el efecto de disponer una estructura que distribuya con sentido arquitectónico el contenido, de insuflar vida a los sujetos que pueblan el mundo donde se mueven y de recrear con expresividad verbal las experiencias referidas. De otro modo, la materia resulta una copia insignificante de lo que perciben los sentidos.
Sacramento, de Antonio Soler (Málaga, 1956), ha incitado estas observaciones obvias sobre el viejo debate artístico acerca de las proporciones debidas entre el fondo y la forma porque su sustancia anecdótica no diferiría mucho de tantas otras novelas que antes han entretejido el retrato de una personalidad rara y el testimonio crítico colectivo. Es más: el autor rescata un personaje habitual de la gran literatura realista, el sacerdote, casi desaparecido en la narrativa actual por los cambios sociológicos que han menguado el peso de la Iglesia. El tratamiento de dicha materia concluye, sin embargo, con un trabajo a la vez novedoso y apasionante.
Sacramento cuenta vergonzosos episodios reales, aunque desconocidos por el manto de silencio con que la Iglesia y el franquismo los ocultaron. Un párroco malagueño, Hipólito Lucena, cuya esquela funeraria fechada en 1985 cierra el libro, desplegó desde la alta posguerra una intensa actividad pastoral y asistencial mientras aprovechaba el confesionario para enredar a bastantes feligresas, las “hipolitinas”, en una especie de secta pseudomística, tapadera de ritos lujuriosos y sacrílegos.
Soler construye un vibrante relato psicologista de interiores inabarcables e incomprensibles y alcanza un diagnóstico inquietante de la condición humana
Tal contenido habría dado, en manos torpes y simplificadoras, un relato de tremendismo naturalista. Soler tiene el acierto de insertarlo en el proceso de sus averiguaciones sobre aquellos olvidados hechos y en la propia escritura del libro desde el presente y a partir de su misma presencia en el libro. El empleo de algo tan del gusto de nuestros días como la autoficción galvaniza la historia con una perspectiva múltiple y con un plus de veracidad, sin que por ello se rebaje el carácter conjetural de los insólitos sucesos; ni que pierda un ápice de valor el fondo misterioso de la personalidad del padre Lucena.
Aquí tenemos una de las dos grandes vetas de Sacramento, una novela psicologista centrada en un ser enigmático: qué era aquel cura visionario, que se inspiraba en los textos sagrados y los retorcía hasta extremos heréticos, que disimulaba la soberbia en aparente humildad, que tenía los estigmas de la santidad y las pulsiones de la depravación…, y cuya fe berroqueña dinamitaba toda ortodoxia. Como sea, porque el relato muestra los arcanos de la mente y los enigmas de la espiritualidad. En esta novela, Soler construye un vibrante retrato de interiores inabarcables, incomprensibles; y alcanza, tal vez sin voluntad expresa de plantearlo, un diagnóstico inquietante de la condición humana.
La otra gran veta de Sacramento conecta la patología del alma con una situación histórica específica. Un atento ejercicio de memorialismo remonta el relato hasta los años veinte del pasado siglo, recupera las convulsiones sociales y el anticlericalismo popular de tiempos de la República y se dilata en los primeros lustros de la ominosa dictadura. Estos trechos narrativos discontinuos proporcionan a la novela una fuerza testifical rotunda y un poder crítico contundente y la convierten en una de las piezas más inapelables de la memoria histórica literaria.
Se muestran en toda su crudeza la venganza, el hambre y la represión política, pero los dardos mortíferos se dirigen a la España levítica. Esta vertiente de denuncia consagra la novela como un implacable alegato contra el nacionalcatolicismo, cuya verdad se asienta en la abundante constatación de usos y abusos y en los agudos retratos de eminentes autoridades eclesiales citadas con nombre y apellidos.
El sarcasmo y formas revulsivas del humor dominan la narración hasta sus secuencias finales en que hallamos intensos registros emocionales. El cura visionario pasa a contemplarse con comprensión cervantina y Soler delega en el lector la sentencia sobre el caso extraño y complejo del protagonista de esta magnífica novela.