En un año pródigo en espléndidos relatos de no ficción dedicados a celebrar la memoria del padre muerto (A corazón abierto, de Elvira Lindo; Amor intempestivo, de Rafael Reig; Libro de familia, de Galder Reguera; No entres dócilmente en esa noche quieta, de Menéndez Salmón… por no remontarnos a las Coplas de Jorge Manrique). Gabriela Consuegra (Caracas, 1993) debuta como narradora con la crónica emocionada del fin de su cómplice, maestro y ancla en la vida, su progenitor, desde que le diagnosticaron un enfisema pulmonar y ella descubrió que todo era culpa de una célula rebelde empeñada en no morir.
Su lucha contra la enfermedad o su impotencia ante los efectos devastadores de una enfermedad no son nada frente a los recuerdos, o ante la certeza de que su muerte la despertó definitivamente “del largo letargo que es la infancia”, generando un desesperado afán “por respirar y por vivir” a pesar del desconcierto.
De eso, de esa desolación sin fisuras, trata este libro conmovedor que no llega al sentimentalismo extremo aunque plasma con imágenes poéticas rebosantes de ternura y numerosas anécdotas y recuerdos de los malos buenos tiempos, cuando aún era posible la esperanza.