Salvar el planeta: oportunidades y responsabilidades
Elizabeth Kolbert afirma que nuestro modo de cuidar la Tierra está llena de posibilidades, pero tristemente determinada de modo irrevocable
6 julio, 2021 08:53Mi programa de corrección no reconoce la palabra “Antropoceno” y la subraya en rojo, como si fuese un error dactilográfico y no una era geológica con la que tenemos que lidiar. El término hace referencia a la manera en que los seres humanos hemos conseguido modificar el entorno y nos hemos convertido en la influencia dominante en el mundo natural. Según el último libro de Elizabeth Kolbert (Nueva York, 1961), en cierto modo nuestra forma de actuar está llena de posibilidades, constituye una prueba de nuestro ingenio y nuestras proezas tecnológicas, pero también está tristemente determinada de un modo irrevocable. Dejar que el mundo natural se repare a sí mismo ya no es una opción, o por lo menos, no una opción aceptable, teniendo en cuenta la muerte y el sufrimiento que ocasionaría.
El aprieto en el que nos encontramos actualmente no es solo consecuencia de la explotación del entorno natural, aunque esta no falte. Una de las ironías del Antropoceno es cuántas veces los seres humanos, con la intención de resolver un problema ecológico, hemos acabado provocando otro. Kolbert empieza el libro con un capítulo sobre los continuos intentos de controlar la proliferación de la carpa asiática, una especie introducida originalmente en los ríos estadounidenses en 1963, un año después de la publicación de Primavera silenciosa, de Rachel Carson. Por aquel entonces, preocupaba la presencia de sustancias químicas en el agua, y se suponía que la carpa ofrecía una manera no tóxica de mantener a raya la maleza acuática. Pero resultó que las carpas también eran devoradoras voraces, las cuales, en palabras de Kolbert, “se imponen a las especies autóctonas hasta que solo quedan ellas”.
“La carpa asiática es una especie invasora muy buena”, le dice un ingeniero a Kolbert. “O sea, ‘buena’ no; es buena invadiendo”. El lapsus del interlocutor capta asombrosamente bien lo que está en juego. También indica que la carpa asiática es una especie afín a la nuestra en un sentido fundamental. Como mostraba la autora en su libro anterior, La sexta extinción, galardonado con el Pulitzer, los seres humanos somos capaces de prosperar en diferentes entornos imponiéndonos a otras especies o destruyendo lo que no nos conviene. Desde un punto de vista (el nuestro), somos “buenos”; desde otro, somos una catástrofe. Al leer a Kolbert me acordé de la novela de William Gass Middle C, en la que el protagonista, un personaje de mentalidad apocalíptica, no deja de reescribir una y otra vez versiones de la misma frase: “El temor a que la especie humana pueda no sobrevivir ha sido sustituido por el temor a que perdure”.
Una de las ironías del Antropoceno es cuántas veces los seres humanos, con la intención de resolver un problema ecológico, hemos acabado provocando otro
Kolbert escribe para The New Yorker y su voz narrativa es firme y contenida, características óptimas para permitir que, a través de ella, se muestre una realidad sin adornos cuyos contornos no se vean confundidos por un alarmismo desesperado o por los giros barrocos de la frase. Las personas con las que se reúne intentan revertir el curso del desastre ambiental causado por el ser humano ya sea electrificando un río, lanzando polvo de diamante a la estratosfera, o modificando genéticamente las especies en extinción. La autora afirma que “el argumento más sólido” a favor de algunas de las medidas que suenan más fantasiosas suele ser un realismo sobrio: “¿Cuál es la alternativa?”.
El mayor y más urgente de los inminentes cataclismos es el cambio climático. Los esfuerzos de mitigación no servirán para atenuar los gases de efecto invernadero que ya están atrapando el calor en el planeta. El título del libro de Kolbert deriva de un posible efecto colateral de la “geoingeniería solar”. La pulverización en la atmósfera de partículas que reflejen la luz hará que los cielos azules parezcan blancos. Un climatólogo lleva una lista de aspectos preocupantes de la geoingeniería. El número 1 es que la alteración de los patrones de precipitaciones puedan causar sequías en África y Asia. El número 28 es el dilema filosófico que arroja su sombra sobre todo ello: “¿tenemos los seres humanos derecho a hacer esto?”.
Al otro lado de la cuestión de los derechos está la de la responsabilidad. Kolbert sostiene que, como especie, nos domina nuestra soberbia. Es soberbia pensar que podemos hacer cosas como llevar al colapso la Gran Barrera de Coral sin sufrir las consecuencias, pero también creer que nuestro auxilio será lo que la salvará. Algunas de las intervenciones sobre las que escribe no consisten en remiendos marginales; son enormes proyectos a escala industrial, contragolpes a la desesperada cuyo éxito exige innovaciones finamente calibradas y una inmensa voluntad política.
La sensación que deja este ensayo es que más allá del fatalismo ecológico, intentamos ignorar la cuestión existencial
¿Y quién puede decir que lo haremos de una manera no solo eficaz, sino justa? Los países más responsables de las emisiones acumulativas de CO2 son los ricos, pero llegar a eliminarlas exigiría que todo el mundo dejara de emitir, también los países que prácticamente no han contribuido al problema. En su visita a la cada vez más estrecha costa de Luisiana, la autora describe cómo los indios choctaw llegaron allí tras haber sido desposeídos de sus tierras ancestrales en el este. No tuvieron voz ni voto en el dragado de los canales petrolíferos ni en los esfuerzos para controlar el río Mississippi que aceleraron la erosión.
“Las barreras eléctricas para peces, la grieta de hormigón, la falsa caverna, las nubes sintéticas… todo ello me fue presentado no tanto con un espíritu de optimismo tecnológico como con lo que podríamos denominar tecnofatalismo”, reconoce Kolbert en las últimas páginas del libro. La sensación general que se tiene después de leer Bajo un cielo blanco es que por mucho que nos fijemos en las cuestiones técnicas, intentamos ignorar la cuestión existencial. Como dijo Samuel Beckett en Final de partida: “Estamos en la tierra, y para eso no hay remedio”.