Cuando las Guerras Napoleónicas acabaron en los campos de Bélgica en 1815, muchos británicos empezaron a llevar dentaduras arrancadas a los muertos en el campo de batalla. “Dientes de Waterloo”, las llamaban. Los rebuscadores rastrearon esos mismos campos en busca de huesos, tanto de hombres como de animales, y mandaron miles de fanegas a Yorkshire, donde se molieron para pulverizarlos y utilizarlos como fertilizante.
Así lo cuenta la historiadora Margaret MacMillan (Toronto,1943) en La guerra, un análisis de un jugoso eclecticismo sobre la manera en que la cultura y la sociedad han sido moldeadas por la guerra a lo largo de la historia. Como indican las anécdotas citadas al principio, MacMillan sostiene que la guerra —luchar y matar— está tan íntimamente unida a lo que significa ser humano que considerarla una aberración es un gran error. Llevamos la guerra dentro. “La guerra la hacen los hombres, no las bestias ni los dioses”, señala la autora citando a Frederic Manning, un poeta y novelista de la Primera Guerra Mundial. “Llamarla crimen contra la humanidad es ignorar al menos la mitad de su significado”.
El ensayo está tejido con el colorido y la densidad de una alfombra persa y muestra, no solo las muchas maneras en que los hombres y las mujeres hacen la guerra, sino también cómo esta los configura. En manos de otro especialista, podría dar la impresión de ser una obra de árida teoría política, pero como puede atestiguar cualquiera que haya leído París 1919 —un vívido relato sobre la Conferencia de Versalles—, MacMillan escribe con una enorme fluidez, y prácticamente cada página de su libro es interesante y entretenida.
El libro arranca con la historia de Ötzi, el hombre prehistórico cuyo cuerpo fue descubierto por dos excursionistas en los Alpes italianos en 1991. Ötzi murió hace más de 5.000 años, pero su cadáver, encerrado durante milenios en el hielo glaciar, estaba asombrosamente bien conservado. Su última comida, consistente en carne seca, fruta, y posiblemente pan, todavía permanecía en su estómago, y su gorro de piel y su abrigo de fibras vegetales tejidas seguía cubriendo su cuerpo.
Aunque en principio los científicos supusieron que Ötzi se había perdido y había muerto solo, posteriores investigaciones descubrieron una punta de flecha incrustada en su hombro y contusiones en el cráneo. Al parecer, Ötzi fue asesinado, e incluso es posible que luchara con su asesino (en su puñal se encontró sangre). “Ötzi no es ni mucho menos la única prueba que tenemos de que los primeros humanos, sin duda ya a finales de la Edad de Piedra, fabricaron armas, formaron bandas e hicieron todo lo que pudieron para acabar con los demás”, afirma MacMillan.
La guerra la hacen los hombres. Llamarla crimen contra la humanidad es ignorar al menos la mitad de su significado
Y así ha sido desde entonces. La autora muestra cómo la necesidad de protegerse a uno mismo —o a su tribu o a su nación— ha influido en casi todos los aspectos de la historia. Para explicarlo, expone una serie de paradojas. En la Antigüedad, la necesidad de seguridad llevó a las personas a organizarse, al final en forma de Estados, pero el Estado no es sino un aparato enormemente eficiente para hacer la guerra. Y si bien los Estados poderosos son eficaces a la hora de hacer la guerra, los débiles son aún más peligrosos. La población civil que vive en Estados fallidos —como Afganistán o Yemen en nuestros días— es la que más sufre.
“La mera existencia no le da derecho a una nación a la independencia política; solo la fuerza para afirmarse como un Estado entre otros”, afirmaba un miembro del Parlamento de Fráncfort en 1848. La guerra siempre ha sido cruel y miserable, pero ha sido el mundo contemporáneo el que la ha hecho tan extraordinariamente sangrienta. La Revolución industrial proporcionó a los Estados la capacidad de fabricar armas todavía más letales a escalas aún mayores, y el nacionalismo convirtió a las poblaciones en ejércitos, difuminando la diferencia entre soldados y civiles. “El nacionalismo proporcionó la motivación al polvorín, y la Revolución industrial, los medios”, resume.
Pero la guerra no es solo una fuerza negativa, es también un motor de cambio y creatividad. Ayudó a crear la moderna burocracia, y volvió más democráticos a los gobernantes porque necesitaban personas sanas y educadas para luchar. Además, ayudó a liberar a las mujeres, no solo en el ámbito doméstico, sino también en el campo de batalla, donde su presencia fue cada vez mayor, y obligó a los artistas a mirar el mundo con otros ojos.
El mayor encanto del libro son las anécdotas históricas, los momentos y las citas que MacMillan reúne casi en cada página para ilustrar sus argumentos. Todos ellos son audaces, llamativos y variados, y hacen que el libro cobre vida. He aquí una pequeña muestra: Cuando Estados Unidos y Gran Bretaña emprendieron los bombardeos estratégicos de Alemania y Japón en la Segunda Guerra Mundial, a menudo lo hicieron con el propósito deliberado de aterrorizar a la población civil.
MacMillan demuestra que la guerra no es solo negativa, es también un motor de cambio y creatividad y, además, ayudó a liberar a las mujeres
En 1945, los estadounidenses que volaban sobre Tokio lanzaban bombas incendiarias, un arma elegida premeditadamente porque muchas casas estaban hechas de madera. El ataque mató a 100.000 civiles y dejó sin hogar a un millón. En palabras del general Curtis LeMay, que dirigió la campaña, los japoneses fueron “abrasados, hervidos y asados hasta morir”. MacMillan apunta: “No fue por descuido que los bombardeos masivos no se incluyeron en la acusación aliada contra los líderes nazis en los juicios de Núremberg”.
Durante la guerra de independencia de Argelia, el jefe francés de una unidad les dijo a sus hombres: “Estáis autorizados a violar, pero hacedlo con discreción”. La violación es una constante en la guerra a través de los tiempos. Se calcula que, en Alemania, en 1945, dos millones de mujeres fueron violadas por los soldados soviéticos, algunas por varios hombres, en un breve periodo de tiempo. Y cuando los nazis fueron derrotados, señala la autora, algunas alemanas lo consideraron “una derrota del sexo masculino”.
A partir de finales del siglo XIX, los diplomáticos occidentales intentaron idear regímenes legales que limitaran la brutalidad de las guerras y los fines por los cuales se podían librar legítimamente. Conocemos esas normas como las convenciones de La Haya y Ginebra. MacMillan cuenta que los hombres y las mujeres que las crearon no las consideraban aplicables a sus guerras con los no occidentales, a los que juzgaban de “incivilizados”. Los japoneses fueron los primeros a los que se les concedió esa protección después de que reunieran un ejército y una armada propios altamente letales. Como dijo con sarcasmo un diplomático japonés a sus homólogos de Occidente: “Cuando demostramos que somos como mínimo sus iguales en carnicería científica, ya fuimos admitidos de inmediato en sus mesas de consejo como hombres civilizados”.
Por último, una de las partes más interesantes del libro de MacMillan es el capítulo en el que analiza las repercusiones de la guerra en el arte, y los desvelos de los artistas a lo largo de la historia para transmitir lo inexplicable. Wilfred Owen, el gran poeta de la Primera Guerra Mundial, trató de describir en una carta a su madre la “extrañísima mirada” que había visto en los rostros de sus compañeros de armas británicos en Francia. “Una mirada incompresible, que un hombre nunca verá en Inglaterra. … No era desesperación ni terror, era más terrible que el terror porque era una mirada ciega, sin expresión. Nunca será pintada, y ningún actor la captará jamás. Y para describirla, creo que debo volver y estar allí”.
© The New York Times Book Review
Traducción: News Clips