La transición española de la dictadura a la democracia es hoy asunto de suma actualidad, y no tanto por lo que el tiempo ha demostrado que tuvo de modélica, sino por su puesta en entredicho desde amplios sectores de la izquierda que se empeñan en verla únicamente como una continuación encubierta del antiguo régimen y que impugnan, en consecuencia, hasta la propia Constitución del 78 o la monarquía parlamentaria.
No es sorprendente, por tanto, que, entre los muchos puntos de vista para adentrarse en ella, el humor de aquel período haya sido y sea objeto de un interés especial. Y así recuerdo, por ejemplo, el trabajo de El humor en la Transición de Julián Moreiro y Melquíades Álvarez (Edaf, 2001) o el catálogo de la exposición La Transición en tinta china, comisariada por Francisco Javier Bobillo de la Peña (Biblioteca Nacional, 2013), entre otros.
Es el turno ahora de este ensayo del historiador Gerardo Vilches (Madrid, 1980), elaborado sobre la base de su tesis doctoral, que aporta la novedad de reivindicar las revistas de humor de ese período como una valiosa fuente historiográfica a partir de la cual seguir la evolución de aquellos años de extrema complejidad sobre los que pesaba el peligro de involución a cada momento.
Coincide Vilches con Moreiro y Álvarez en delimitar el arco temporal de su examen entre la muerte de Franco, en 1975, y la llegada al poder del PSOE, en 1982 (Bobillo de la Peña lo extendía hasta 1985, cuando España se incorpora plenamente a la política económica y militar europea) y centra su foco fundamentalmente en las publicaciones Hermano Lobo (1972-1976), El Papus (1973-1985), Por Favor (1974-1978) y El Jueves (1977), la única que, aunque muy desvirtuada respecto a lo que fue en su día, sigue publicándose en la actualidad.
Tras la muerte de Franco los humoristas se desenvolvieron dando rienda suelta a una inusitada libertad de expresión que hace de esa etapa un momento único
Deja así de lado, lo que habría hecho de su trabajo algo demasiado enciclopédico, otras cabeceras de menor entidad y el papel del humor en las revistas y diarios de información, mucho más directamente apegado a dar cuenta de aquel momento que a algunos nos pareció más incierto aún que el de los últimos años de la dictadura. Un arco temporal en el que el humor, como bien señala el historiador, tiene una deuda contraída con la llamada Ley Fraga, de 1966, que vino a eliminar la censura previa, con el consiguiente marco de ampliación de la crítica, pero que dejó al arbitrio de la administración los expedientes, las suspensiones, las multas o incluso la eliminación de páginas ya impresas de unas publicaciones abocadas a moverse de ahí en adelante en un marco de inseguridad.
Todo aquello, sin embargo, y pese a su vigencia una vez muerto Franco, o al avance que supuso la modificación en 1977 de algún artículo especialmente coercitivo de la Ley de Prensa, pareció difuminarse durante los años de la Transición, en los que los humoristas se desenvolvieron por lo general dando rienda suelta a una inusitada libertad de expresión que hace de esa etapa un momento único, vista especialmente desde un presente en el que la censura la ejerce una izquierda reaccionaria que ha hecho de la corrección política en muchos temas una de sus banderas.
Pero creo que haríamos mal en deducir de esa constatación que los humoristas fueron una suerte de modelo de referencia para los españoles en el ejercicio de las libertades. Como tampoco creo que debamos aludir a ese tiempo calificándolo de edad de oro del humorismo español (o, al menos, del gráfico, que para el humor escrito se reservan los años anteriores a la Guerra Civil como su punto álgido). Si bien es cierto que algunos de los mejores humoristas españoles, no necesariamente los más populares (como Chumy, OPS-El Roto, Máximo, Cebrián, Cesc o Vallès), vivieron en esas cuatro revistas un auténtico estado de gracia plástico.
Vilches recorre minuciosamente ese devenir, demostrando que varios de aquellos creadores asistieron a los acontecimientos con un descreimiento igual o superior al que hoy manifiestan algunos, y muy especialmente los colaboradores de El Papus, que apostaron por una estética descuidada y un humor salvaje, en el que abundaron altas dosis de machismo, lo que les hizo conectar mucho mejor con el público lector que las redacciones de Hermano Lobo o Por Favor, donde la mayoría de sus miembros se inclinaba por una ruptura controlada, cuando no abiertamente por una reforma, en sintonía con unos receptores progresistas y cultos que se alineaban sobre todo con las opciones socialista y comunista (hablo, claro, del comunismo de entonces).
Estas revistas fueron desapareciendo por el progresivo desinterés de los lectores por los asuntos políticos y porque no había lugar en el mercado para tanta oferta
Todo aquel apogeo, empero, fue diluyéndose y al final solo sobrevivió El Jueves, recurriendo a una fórmula en la que pesaba mucho más el reflejo costumbrista. ¿Y por qué esa muerte, que coincide también con una pérdida de mordiente? Vilches baraja distintas posibilidades, desde el progresivo desinterés de los lectores por los asuntos políticos, preanunciando ya el pasotismo y el apogeo de la posmodernidad actuales, hasta, en explicación de Chumy, una suerte de darwinismo de un mercado en el que no había lugar para tanta oferta.
Mi memoria, como testigo de todo aquello, repara hoy en dos momentos de aquellos días. El primero, que marcó un antes y un después, fue el atentado de la extrema derecha contra El Papus, en 1977, que ocasionó la muerte del conserje, don Juan Peñalver, y estuvo a punto de costarle también la vida al único dibujante presente en esos momentos en el edificio, Adolfo Usero, lo que introdujo el miedo en el medio, casi en la misma medida en que sucedería más tarde con los atentados a raíz de la publicación de las caricaturas de Mahoma, lo que atemperó parte de la acidez esgrimida hasta ese momento.
Y el segundo instante de mis recuerdos, cuando aquella efervescencia editorial tocaba a su fin, tiene que ver con el hecho de que, a raíz del triunfo en las elecciones de los socialistas, en 1982, el poder empezó a confraternizar con los humoristas, en lo que jugó un papel esencial el genial José Luis Coll, que convenció a Felipe González de que era bueno que los recibiera regularmente en La bodeguilla de la Moncloa.
Parte de la plana mayor de la profesión, alguno incluso con carnet del PSOE, se dejó querer en aquellos días por el presidente, y entendió, un poco como ahora también vemos, que podían rendir mejor servicio fustigando a la oposición que al poder. Y fue doloroso ver cómo algunos iconoclastas, como Chumy o Summers, que seguían fieles a los mismos principios por los que los había venido idolatrando el público desde el tardofranquismo, pasaban a ser anatemizados como fascistas, al igual que hoy percibimos con los reacios a desempeñarse como humoristas orgánicos.