Para Emilia Pardo Bazán la modernidad era un reto y un enigma. Si se quería vivirlos y entenderlos era necesario acertar con su mismo centro. Asumir la perplejidad, las ambivalencias y las contradicciones de lo que entonces se llamaba “el siglo”. Un siglo, el XIX, que ella siempre defendió que tenía ecos para todas las voces. En los inicios de su carrera como novelista, en una colección de ensayos titulada La cuestión palpitante (1882-1883), hizo hablar así a uno de los personajes de los hermanos Goncourt: “Todo está en lo moderno. La sensación e intuición de lo contemporáneo, del espectáculo con que tropezamos a la vuelta de la esquina, del momento presente…”.
Quién quisiese escribir ese mundo nuevo, descifrarlo, debía dar voz a todas las voces y, para ello, debía ser independiente y ecléctico. Ecléctica, en su caso, tanto en lo intelectual como en lo moral: “Reconozcamos de una vez que la belleza de la obra de arte no consiste en que pueda leerse en familia (…) Literariamente hablando, no es mérito ni demérito de una obra el no ruborizar a las señoritas (…) ¿Qué significan en literatura los asquillos? (…)”. Acto seguido, casi sin transición, escribía: “Para mí, no hay más moral que la moral católica, y sólo sus preceptos me parecen puros, íntegros, sanos e inmejorables”. Para ella no había contradicción necesaria. Otra cosa era lo que entendiese por moral católica.
Pardo Bazán fue escritora (una de las grandes de su generación) pero nunca fue una escritora católica, ni grande ni pequeña. No lo fue porque se sintió capaz, en su vida y en su obra, de separar la religión, la moral y el arte sin menoscabo de ninguno de ellos. Lo consiguió en muchas ocasiones y, cuando no logró hacerlo, fue aún más moderna en sus esfuerzos y en sus perplejidades. Al igual que Balzac, Beylle, Baudelaire, Flaubert o Brunetière fue moderna y antimoderna en la medida en que, como ha escrito Antoine Compagnon en Los antimodernos (2007), los verdaderos modernos no se dejan engañar por lo moderno, están siempre alerta.
Para la narradora gallega, toda educación que no fuese destinada al fin último de independencia, de individualidad, no sería “sino doma y poda”
Al estar alerta toda su vida —incluso cuando las nuevas generaciones de la vanguardia de principios del siglo XX la desdeñaban por condesa y beata— Pardo Bazán amplió sustancialmente el ámbito de lo decible y de lo escuchable, de lo novelable, en su época. También, de lo que podía hacer y ser en ella una mujer escritora. Para empezar, no le hizo “asquillos” a convertirse en una profesional de la escritura, a tratar con las editoriales, a diseñar la sucesión y difusión de sus obras, ambicionar la gloria, ganar dinero y buscarlo. Intentar, además, controlar su imagen pública (cosa que no consiguió del todo, porque por definición es imposible hacerlo) en un momento clave en el que se estaba consolidando lo que hoy conocemos como cultura de la celebridad; aquella que aunaba el interés por las obras y la curiosidad por las personalidades y las vidas privadas de los escritores.
Pardo Bazán colocó en el centro de esa vida y de esa obra, la exploración de en qué consiste ser un individuo, en qué condiciones es posible, qué hay que hacer para lograrlo. Por eso, entre otras cosas, no se dejó engañar por la modernidad que prometía el liberalismo en lo relativo a la igualdad de derechos y oportunidades entre los hombres y las mujeres. Para el liberalismo —escribió en Una cristiana, que tan sólo aparentemente impugna la modernidad de la que vengo hablando— “todo puede y debe transformarse; solo la mujer ha de mantenerse inmutable y fija como la estrella polar (…) Para el español, por más liberal y avanzado que sea, el ideal femenino no está en el porvenir, sino en el pasado (…) sus hijas, hermanas, esposas y madres no pueden ser más que acendradas católicas”. Esas eran en general las mujeres que querían los hombres, incluso los intelectuales y escritores más liberales, como Castelar, Galdós o Clarín.
Esta cuestión de la individualidad femenina, y del amor de los hombres y las mujeres, es crucial para entender la modernidad de Pardo Bazán y los personajes, femeninos y masculinos, de sus novelas. Así, Feíta, la protagonista de Memorias de un solterón, cuando éste le pide en matrimonio, desconcertado ante el raro amor que siente, ella puede contestarle, incrementando su asombro y su admiración: “Sólo aspiro a gozar de la libertad… no para abusar de ella en cuestiones de amorucos (…) sino para descifrarme, para ver de lo que soy capaz, para completar en lo posible mi educación, para atesorar experiencia, para ser algún tiempo y ¡quién sabe hasta cuándo!, alguien, una persona, un ser humano en el pleno goce de sí mismo”.
Por eso, en el Congreso Pedagógico de 1892, declaró que la vida entera de las mujeres no podía someterse a la maternidad, a la relación con sus esposos y sus hijos, a un destino relativo siempre a ellos. “Aspiro, señores, a que reconozcáis que la mujer tiene destino propio; que sus primeros deberes naturales son para consigo misma, no relativos y dependientes de la entidad moral de la familia que en su día podrá constituir o no constituir; que su felicidad y dignidad personal tienen que ser el fin esencial de su cultura”. Toda educación que no fuese destinada a ese fin último de independencia, de individualidad, no sería educación “sino doma y poda”.
Pardo Bazán fue carlista en su juventud y conservadora políticamente el resto de su vida. Durante toda esa vida se definió como una “feminista radical” y escribió novelas y cuentos que se leen hoy entre lo mejor que produjo aquel siglo lleno de voces, no sólo en España sino en Europa. Fue conservadora y progresista a la vez, militantemente moderna, porque, en su época y aún ahora, nos hace preguntarnos en qué consiste ser una cosa u otra, cuáles son las dualidades relevantes y cómo se construyen históricamente, políticamente.