La bibliografía sobre Claude Debussy es amplia, pero no abrumadora en comparación con el número de monografías dedicadas a otros compositores de su misma envergadura, por lo que, de primeras, esta aportación del británico Stephen Walsh (1942) resulta bienvenida. El principal atractivo de su Debussy me parece el enfoque: no es una biografía propiamente dicha ni un estudio puro de la música, sino una biografía de la obra.
No una vida y obra de Debussy, sino una vida de la obra de Debussy, lo que requiere dos premisas, ambas sobradamente cumplidas: que el catálogo de este compositor sea lo bastante rico y orgánico como para atribuirle vida y que, para Debussy, que mostró siempre una “obsesión monotemática” por su creación, la obra fuera su verdadera vida.
En la práctica, esto significa que la narración transcurre en términos musicales, de obra en obra, desde la seguidilla Madrid, princesa de las Españas, su primera composición, hasta las tres últimas sonatas, pasando por el Preludio a la siesta de un fauno, El mar, los preludios y estudios para piano y todo lo demás, pero Walsh se las arregla para insertar con gracia en este continuo musical los detalles importantes de la peripecia de Debussy.
Fijémonos en el episodio inicial. Incapaz de alimentar a su hijo, la madre, Valentine, lo envió a Cannes a casa de una cuñada que vivía bien y practicaba costumbres burguesas, como la de procurarle al niño clases de música con un violinista italiano. Este detalle permitió que, poco después, el tarambana del padre, Manuel-Achille Debussy, apresado durante la Comuna de París, presumiera de tener un hijo pianista ante otro preso, un joven compositor que le recomendó llevar al niño a la maestra de piano Antoinette Matuté, quien, a su vez, le hizo ingresar en el Conservatorio de París.
El mayor atractivo de este Debussy es su enfoque: no es una biografía del músico, sino una vida de su obra, por lo que la narración transcurre en términos musicales
En casa de Madame Matuté –librepensadora, suegra de Verlaine–, Debussy aprendió música y muchas otras. Ya está. Como en las novelas de Thomas Hardy, un par de golpes de azar, han dejado trazado el destino del protagonista. A los diez años, el niño Achille-Claude ha pasado en un santiamén de la casa de una costurera pobre e inculta a un salón frecuentado por lo mejor de la bohemia poética parisina y al templo de la sabiduría musical europea. A Walsh le han bastado un par de páginas para contarnos estos pormenores, lo que le permite lanzarse poco después a por las primeras canciones —y los primeros amores— de su biografiado.
El hilo en el que se van insertando las composiciones y los acontecimientos es profundamente musical: tanto la biografía como el catálogo de Debussy se pueden entender como su respuesta creativa a las dos perplejidades que le dominaron desde su primera juventud. Por una parte, la música de Wagner, que admiró y despreció con idéntica intensidad, porque representaba la culminación genial de una concepción germánica de la música —discursiva, trascendente, enfática— que Debussy consideraba ajena a la visión francesa del arte.
Por otra parte, nada más entrar en el conservatorio, se dio cuenta de que aquella inmensa catedral pedagógica estaba consagrada a la preservación de esa misma tradición alemana cuya afectación de profundidad le producía urticaria. Su propia obra, y el libro de Walsh, constituyen una demostración de que había otra música posible. Una música gemela del arte visual, estática e instantánea como un cuadro; extática, también, pero practicante de una contemplación puramente humana, sensual, aromática y laica, libre de toda trascendencia.
Una música moderna por antirromántica, pero de una modernidad no discursiva, opuesta, por lo tanto, a la de Schönberg y cercana, por muy distinta que suene, a la de Webern. Debussy aspiraba a restaurar la artificiosidad magnífica y no significante de la música de Lully y Rameau, que, a sus oídos, había sido pervertida por la influencia de Gluck.
Walsh explica todo esto muy bien, pero podía haber sido un poco más generoso en el esfuerzo de evitar los términos técnicos. A cambio, el libro está maravillosamente bien traducido por Francisco López Martín y Vicent Minguet. El castellano fluye con naturalidad en frases que no delatan su origen inglés