“¡En nombre del pueblo, queda proclamada la Comuna!”, proclamó Gabriel Ranvier, uno de los dirigentes del movimiento revolucionario en la parisina plaza del Hôtel de Ville el 28 de marzo de 1871. “Un eco de miles de voces formado por las vidas de doscientos mil pechos, responde: ¡Viva la Comuna!”. Diez días antes, el pueblo de la capital francesa había derrocado al marchito gobierno provisional de la República, que al igual que el anterior del emperador Napoleón III se había rendido a los prusianos, y convocado unas elecciones tan libres que varios conservadores salieron elegidos y que fueron muy criticadas por el incuestionable líder mundial del movimiento comunista, un Karl Marx que abogaba desde Londres por eliminar todo vestigio del poder burgués.
Los algo más de dos meses de gobierno de la Comuna, el primer órgano de poder comunista de la historia de Occidente, harían correr ríos de sangre y tinta. Por ejemplo, las memorias de la anarquista Louise Michel, que en su narración de las luchas en las barricadas afirmaba que tras esa experiencia quedaba demostrado que el pueblo sustituir al Estado. O el diario del escritor naturalista Edmond de Goncourt, que recién reeditado por Pepitas de Calabaza, en el que el fundador del premio por excelencia de las letras galas volcó un retrato fiel y minucioso de la cotidianidad de la primera sublevación proletaria exitosa.
Sin embargo, el relato más vibrante, completo y descarnado del evento se halla en las páginas firmadas por el combativo periodista republicano Prosper-Olivier Lissagaray (Toulouse, 1838 - París, 1901), que tras haber combatido en las barricadas y desde su exilio en Londres, escribió en 1876 su Historia de la Comuna de 1871 (Capitán Swing) —rápidamente prohibida en Francia— un monumental relato en el que añade a sus recuerdos personales, que narra de forma objetiva y desapasionada, una exhaustiva investigación histórica en documentos de la época de los acontecimientos y de su represión, así como de entrevistas con antiguos comuneros exiliados.
El germen de la revolución
El relato de Lissa, como era conocido por sus contemporáneos, arranca meses antes de esa histórica jornada en la que el pueblo de París se levantó como un sólo individuo, y analiza las causas que motivaron tal estallido. Furibundo antibonapartista encarcelado en su juventud por las opiniones vertidas en varios diarios y revistas de la época, el escritor explora las revoluciones previas de 1830 y 1848 y las sucesivas tropelías cometidas por los gobiernos monárquicos y el imperial que desembocaron en la Comuna.
"La columna crece y grita: “¡Viva la paz!”, y entona estrofas de 1848: Los pueblos son nuestros hermanos / y los tiranos enemigos”, narra Lissagaray
Más allá de la falta de poder político, el hambre y la explotación, el autor concentra la chispa de la postrera revolución en la guerra franco-prusiana que estalló en julio de 1870. “Existía otra Francia dispuesta a manifestarse. Los obreros parisinos quieren barrer el paso a esta guerra criminal, mientras los antiguos posos del chovinismo enfangan los ríos”, escribe. “Una serie de grupos formados en la Corderie [sede de la Internacional] descienden por los bulevares. Muchos se unen en la place du Chateau d’Eau, donde la columna crece y grita: “¡Viva la paz!”, y entona estrofas de 1848: Los pueblos son nuestros hermanos / y los tiranos enemigos”.
Fue el inicio de un rumor que, tras la dolorosa y rotunda derrota, que llevó a la captura del propio emperador y a la rendición en septiembre, tras la desastrosa batalla de Sedán, no dejará de crecer hasta hacerse grito. Sin embargo, la capitulación no fue aceptada por Francia, que siguió luchando incluso cuando los prusianos cercaron París el 19 de septiembre 1870. La encarnizada defensa de la ciudad provocó que el ejército del imperialista Otto von Bismarck decidiera esperar y dejar que los estragos del asedio diezmaran la ciudad. En diciembre, “el hambre arreciaba cada vez más fuerte y la carne de caballo se convirtió en una exquisitez. La gente devoraba perros, gatos y ratas”, narra un horrorizado Lissa. “Las mujeres buscaban una ración de náufrago durante horas con un frío de 17º bajo cero o entre el barro del deshielo. Los pequeños morían pegados a los pechos exhaustos de sus madres”.
El pueblo en armas
Mientras el Gobierno de Defensa Nacional, refugiado en Tours, trataba de reorganizar el país, Guillermo I se instalaba en Versalles, donde en la icónica Galería de los Espejos fundaría el Segundo Imperio Alemán. En París, donde el vació de poder era absoluto, comenzaron a estallar revueltas populares por la presión sobre el pueblo. “Trescientos mil obreros, tenderos, sastres, pequeños fabricantes y comerciantes que habían gastado sus ahorros durante el sitio y seguían sin ganar nada quedaron a merced de los propietarios y de la bancarrota”, cuenta nuestro cornista.
"Como en los días de 1792, las mujeres fueron las primeras en actuar. Las del 18 de marzo, doblemente castigadas por la miseria del sitio, no esperaron a sus hombres”, relata el periodista
El descontento se convirtió en furia cuando el 18 de marzo cuando el Gobierno presidido por el veterano político Adolphe Thiers pretendió desarmar al pueblo. “Alrededor de las lecheras y ante las bodegas la gente habla en susurros, señala a los soldados y las metralletas que apuntan. Como en los días de 1792, las mujeres fueron las primeras en actuar. Las del 18 de marzo, doblemente castigadas por la miseria del sitio, no esperaron a sus hombres”, escribe el periodista. “Rodearon las metralletas y apostrofaron al sargento al mando de las mismas: ‘Esto es una vergüenza. ¿Qué hacéis ahí?’. Los soldados callaron, hasta que por fin un suboficial respondió: ‘Vamos, señoras, márchense’”. Pero no lo hicieron. El pueblo se apoyó en la Guardia Nacional, el poder efectivo de la ciudad, que redujo al ejército y cuyo Comité Central dimitió y dejó a la Comuna convocar elecciones.
Sin embargo, el sueño de la Comuna pronto se evaporaría. El 2 de abril, atacaron las fuerzas del Gobierno y la artillería bombardeó las posiciones de la Comuna, que mantuvo a duras penas sus defensas en las murallas hasta el 28 de mayo. “Las humildes barricadas de la Comuna, improvisadas, no resistirían más de una semana. Estaban construidas con unas cuantas piedras dispuestas unas sobre otras, que apenas alcanzaban la altura de un hombre”, explica el autor. “Detrás, a veces, había un cañón o un rifle y, en medio, calzada entre dos piedras, la bandeja roja, color de la venganza. Docenas de regimientos se enfrentaron a estas miserables murallas”.
Lissa, fusil en mano, combatió en las heroicas batallas libradas en nombre de un apasionante experimento revolucionario que en pocos meses logró sustituir al ejército por una milicia ciudadana, acabar con la injerencia eclesiástica en los asuntos estatales, introducir el derecho universal a la educación y mejorar los derechos de los trabajadores. Con la toma de los últimos barrios populares comenzaron las masacres: “Apenas llegado a Montmartre, el Estado Mayor versallesco ofreció un holocausto. Condujeron a cuarenta y dos hombres, tres mujeres y cuatro niños al número seis de la rue des Rosiers y los obligaron a arrodillarse ante el mismo muro donde fueron ejecutados los generales el 18 de marzo, y allí los mataron”, relata.
Un ejemplo hacia el futuro
Como epitafio a la batalla escribe: “El tiroteo se fue apagando poco a poco y los silencios eran cada vez más largos. El domingo 28, a mediodía, se oyó el último cañonazo de los federados desde la rue de París, tomada ya por los versallescos. El doble disparo exhaló el último suspiro de la Comuna de París”.
“La causa de la Comuna es la causa de la revolución social, es la causa del proletariado mundial”, escribiría nada menos que Lenin en 1911
La cifra de bajas de la cruenta represión, la llamada "Semana sangrienta", oscila, pero Lissa, que escapó de las ejecuciones en masa, los juicios militares, las prisiones y las deportaciones y logró huir a Londres, afirma fueron ejecutadas más de 30.000 personas, aunque actualmente se estima que las cifras rondan los 25.000 comuneros. Desde el exilio, el periodista escribiría: “Masacrasteis a treinta mil personas; desterrasteis, exiliasteis, encerrasteis y deportasteis a veinte mil más. El cadalso político ya se ha erigido, mientras Francia se agacha encadenada ante los pies de Bismarck, presa certera del primer general atrevido que trata de capturarla. ¡Esa es vuestra obra! Ya basta. Debéis dar cuenta de la sangre que derramamos”.
Un mensaje que calaría hondo en los revolucionarios posteriores. “La causa de la Comuna es la causa de la revolución social, es la causa de la completa emancipación política y económica de los trabajadores, es la causa del proletariado mundial”, recordaba nada menos que Lenin en su libro de 1911 En memoria de la Comuna, donde alababa este “primer ensayo de gobierno proletario que surgió espontáneamente, nadie la preparó de modo consciente y sistemático”. Un ensayo que terminó de la peor manera posible, pero que inspiró a muchos revolucionarios del mundo entero que creían haber estado cerca de conseguir forjar una sociedad mejor.