No abundan en nuestro panorama editorial los libros de historia comparada. Es esta una modalidad historiográfica que presenta una triple dificultad: precisa un buen conocimiento de otras lenguas, un no menor dominio de la historia de otras naciones y la nada desdeñable dificultad material de acceder a fuentes o archivos lejanos y dispersos. En nuestras coordenadas culturales no suele existir, por otra parte, gran curiosidad por lo que sucede allende nuestras fronteras, razón que coadyuva a una escasa demanda de estos estudios.
No es la primera vez que Núñez Seixas (Orense, 1966) se adentra en este ámbito historiográfico. Siendo uno de los autores más prolíficos de nuestro país, es también uno de los que más atención presta a la historia europea y la historia comparada. El recurso a la comparación con casos semejantes es especialmente oportuno y hasta imprescindible en el tema que se aborda aquí: cuál ha sido y debe ser la actitud de los sistemas democráticos ante los llamados “lugares de memoria” de los tiranos. Esta obra indaga en qué pasa en otras naciones con las huellas de los dictadores y los símbolos de un oprobio próximo o lejano.
Núñez Seixas escribe en esta ocasión un ensayo no muy extenso, a caballo entre la reflexión política y el testimonio histórico. Una excelente introducción precisa conceptos –“lugares de memoria”, “espacios memoriales”, “pasados traumáticos”– y establece luego una tipología de los “lugares de dictador”. En su análisis subyace una constatación que aflora al principio en forma de pregunta: ¿por qué es tan difícil para las sociedades posdictatoriales –se supone que democráticas, aunque no todas lo sean– enfrentarse a las huellas de la dictadura? El motor y sentido del libro es dar respuesta satisfactoria a esta cuestión.
La gestión de la memoria es difícil cuando debe decidir, como sucede con frecuencia, qué hacer con ambientes, edificaciones o monumentos conmemorativos del dictador, que se prestan a la evocación del mismo de modo ritual, cuando no directamente sacralizado. Pero la propia caracterización de recinto memorial presenta una complejidad añadida, derivada de su versatilidad: no siempre se puede objetivar el espacio que remite a un pasado infamante o un déspota sanguinario (estigmas, por otro lado, que están lejos de ser reconocidos como tales por toda la ciudadanía). A menudo, la memoria del dictador se venera en centros de titularidad privada –propiedad de la familia, por ejemplo–, lugares íntimos como casas natales o bien residencias veraniegas, en entornos casi idílicos en apariencia. Hay múltiples ejemplos en estas páginas. ¿Qué se puede hacer en esos casos?
Entre la reflexión y el testimonio, este ensayo de historia comparada analiza la gestión de la memoria de los dictadores europeos
Sobre este problemático fondo común se dibujan los matices de una variedad de situaciones, casi tantas como países y dictadores aparecen en estas páginas. El autor ha optado por una exposición ordenada que comienza con los dictadores fascistas más emblemáticos, Hitler y Mussolini, y cómo se ha gestionado su legado en Alemania y Austria, por una parte, e Italia, por otra. El capítulo siguiente, dedicado a caudillos y colaboracionistas, resulta aún más sugestivo, por su variedad y por tratar casos menos conocidos desde la óptica española, aunque algunos sean tan cercanos como Salazar en el vecino Portugal.
La lista de los autócratas que aparecen aquí es extensa, desde Pilsudski o Metaxas a Pétain o Horthy, por citar solo los que más pueden sonar al lector. Hay un breve capítulo dedicado a Franco –con el Valle de los Caídos y el Pazo de Meirás como símbolos privilegiados– y, por último, un repaso a los dictadores comunistas, de Stalin a Tito, pasando por Hoxha (Albania) y Ceaucescu (Rumanía).
¿Conclusiones? Sería absurdo, por todo lo dicho, buscarlas en forma de recomendaciones, menos aún de recetas para solventar los aludidos problemas de la democracia ante las excrecencias autoritarias. En su lugar, un interesante epílogo insiste en lo problemático que resulta una respuesta homogénea y satisfactoria. Haciendo un juego de palabras, la fatigosa “(di)gestión” de la memoria dictatorial amenaza siempre con convertirse en “(in)disgestión”.