Alice Munro y la realidad que no sabemos ver
Lo interesante de ‘Algo que quería contarte’ es comprobar que las apariencias son solo el envoltorio de una complejísima realidad que no podemos o sabemos ver
19 abril, 2021 09:13En 2013 el Premio Nobel de Literatura reconoció el valor artístico de un género literario en ocasiones soslayado, cuando no considerado menor respecto a novela, drama o poesía: el relato. Quien recibió aquel año el preciado galardón fue la autora canadiense Alice Munro (Ontario, 1931), y en palabras de los académicos suecos le era concedido por ser “la maestra del cuento contemporáneo”. Ciertamente, el nombre de Munro ha estado intimísimamente ligado a este género, que comenzó a cultivar en sus primeros cuentos de Dance of the Happy Shades (1968).
John Updike comparó su obra con la de Chéjov y desde entonces ha sido repetidamente catalogada como “la Chéjov canadiense”. Le llevó más de una década publicar aquella primera colección de relatos; después vendrían otras como Las vidas de las mujeres (1971), Las lunas de Júpiter (1982), El amor de una mujer generosa (1998), Demasiada felicidad (2009) por citar algunos de sus títulos más significativos en cada década traducidos a nuestro idioma.
Algo que quería contarte (1974), inédito hasta ahora en España, pertenece a lo que se ha denominado primera época de la autora, segmentación que siempre me resultó difícil asumir. Pocos autores como Munro resultan tan homogéneamente consistentes en sus propuestas narrativas de claros tintes autobiográficos —incluso asumiendo la diferenciación establecida por ella misma entre “material personal” y “material autobiográfico”—, referencias espaciales regionales en torno a su Ontario natal, temas o motivos argumentales con sentimientos y vivencias femeninas como elemento recurrente y referencial al mismo tiempo, o intereses literarios en su más amplio sentido donde el núcleo familiar es una suerte de “campo de batalla” que condiciona el devenir de los personajes. Los trece relatos de esta colección evocan poderosamente —salvando las distancias entre Canadá y el sur profundo— los de Katherine Ann Porter, Eudora Welty o Flannery O’Connor.
En las historias de Munro lo visible y lo escondido, lo cotidiano y lo sorprendente, van siempre de la mano
“Algo que quería contarte” es el primero de ellos y el que da título al volumen. Las protagonistas son las hermanas Char y Et, que en el ocaso de sus vidas recuerdan aquel lejano verano de su adolescencia cuando conocieron al apuesto Blaikie, empleado en el hotel de su padre. Sin previo aviso, Blaikie se casa y Char, con quien mantenía una relación sentimental, piensa en el suicidio; logrará recuperarse casándose con su profesor de historia, Arthur. Han transcurrido 30 años cuando Blaikie, viudo, reaparece en el pueblo e incluso se relaciona con el matrimonio. Como ocurriera años antes, desaparece de forma inesperada, según Et para volver a casarse. Char muere –¿acaso se ha suicidado?– y Et cuidara de su cuñado Arthur y, tal como reza la última frase, “Si hubiesen estado casados, la gente habría dicho que eran muy felices” (p. 35).
La disposición argumental no sigue esta línea cronológica, pues los saltos y analepsis temporales son continuos y es el lector quien debe reorganizar la historia de forma coherente. Lo interesante de este relato, típico del modelo munroniano, es la complejidad del significante, el comprobar que las apariencias son sólo el envoltorio de una complejísima realidad que no podemos o sabemos ver pese a tenerla delante. En palabras de la profesora Hernáez Lerena, “en sus historias lo visible y lo escondido, lo cotidiano y sorprendente van de la mano”.
El perverso juego con la realidad vuelve a convertirse en motor de la acción en “La dama española”; la narradora/protagonista, viajando en tren de Calgary a Vancouver, recreará una realidad alternativa en la que también intervienen su esposo Hugo y Margarita, su mejor amiga. Es paradójicamente un enigmático compañero de viaje quien motiva el florecimiento de la verdadera historia de su vida. También en primera persona está narrado el cuento que me ha resultado más interesante, “El valle de Ottawa” que sirve de cierre al volumen. La protagonista rememora la visita que, siendo niña, hizo con su madre al pueblo familiar donde todavía viven sus tíos. Una vez más las situaciones aparentemente normales y cotidianas son el disfraz que enmascara algo tremendamente más complejo.
Durante aquel viaje la joven protagonista vio por primera vez el temblor en la mano de su madre, claro síntoma del Parkinson que no tardaría en aparecer. Finalmente descubrimos cómo la compleja relación madre-hija ha derivado en una suerte de sentimiento de culpa: “El problema, el único problema es mi madre. Y por supuesto es en ella en quien siempre pongo la mirada; es para llegar a ella que se ha emprendido todo este viaje.
Lo interesante de esta colección de relatos es comprobar que las apariencias son solo el envoltorio de una complejísima realidad que no podemos o sabemos ver
¿Con qué fin? Para delimitarla, para describir, para iluminar, para celebrar, para deshacerme de ella; y no funcionó, porque estaba demasiado cerca, como siempre” (pp. 297-8). La complejidad del proceso creativo también es el argumentario de “Material”, relato a medio camino entre la metaficción y la ironía: “Hugo sentía que el mundo era hostil con su escritura… No creía en él. No había comprendido que sería necesario creer en él” (p. 50). El trasfondo de esta historia es similar al que encontramos en la gran mayoría de ellas: la fuerza que realmente dirige nuestras vidas es la frustración. En este caso se trata del proceso creativo, pero lo mismo ocurre cuando el asunto tiene que ver con aspectos amorosos o simples relaciones humanas, en especial familiares.
“Caminar sobre el agua” o “El perdón en las familias”, son excelentes ejemplos de ello. Eugene, el protagonista de la primera, es un personaje de tintes quijotescos con el cerebro reblandecido por lecturas filosóficas y paranormales que vive en su propio mundo. Algo similar le ocurrirá a Cam, protagonista del siguiente relato citado, que también recrea su quimera, a la que igualmente arrastrará a su propia madre, en una suerte de comuna entre los trascendentalistas de comienzos del XIX y los hippies de los 60.
La familia, la complejidad de las relaciones sentimentales, la evocación del pasado continúan apareciendo en otros relatos como “Viento de invierno” o “Dime si o no”. En todos tenemos la sensación de que algo escapa a nuestra comprensión, parece que las narraciones discurrieran en dos planos que corren paralelos y puntualmente interseccionan entre ellos. Su particular forma de narrar conjugando la formalidad realista con los modelos trasgresores del modernismo —tanto en las alteraciones temporarles/espaciales como conceptuales— ha sido definida como “realismo modernista”. Excelente definición. “A veces los actos que no nacen de la fe, pueden devolver la fe” (p. 273) leemos en “Despedida” y parece que fe es lo que en ocasiones se exige del lector.