El lazo rosa, ese emblema omnipresente de la sensibilización sobre el cáncer de mama, ha sido durante mucho tiempo objeto de burla y controversia. La poeta y ensayista Anne Boyer (Topeka, Kansas, 1973), sin embargo, no se limita a deshacerlo soltando su minúsculo nudo. Lo pasa por la trituradora y le prende fuego, para luego incinerar sus restos. “El mundo es rosa sangre con políticas de respetabilidad”, dictamina, “como si todas las que mueren de cáncer de mama hubiesen muerto por su actitud negativa, o por comerse una salchicha, o por no confiar en la palabra de un oncólogo principiante”.
Desmorir, el rabioso y extraordinario nuevo libro de Boyer, es en parte un libro de memorias sobre su enfermedad, diagnosticada hace cinco años. La autora tenía 41 años cuando se enteró de que el bulto que tenía en el pecho era un cáncer triple negativo, uno de los tipos más mortales. Pero su historia, contada con punzante especificidad, es tan solo un hilo narrativo más en una obra que reflexiona sobre la posibilidad –o la necesidad– de hacer causa común del sufrimiento individual.
En el momento de su diagnóstico, Boyer era una madre soltera que criaba a su hija y se ganaba la vida modestamente dando clases. No sabía mucho sobre el cáncer de mama. “Creía que ya no era demasiado mortal y que su tratamiento era sencillo”, recuerda, que “tu vida se interrumpe un poco, pero que luego sales adelante”. Su cáncer era tan agresivo que la sometieron a un régimen de quimioterapia que podría haberla matado. Incluía infusión intravenosa de adriamicina –conocida como “el diablo rojo”, un medicamento de color escarlata tan corrosivo que hay un límite de por vida para la cantidad que una persona puede recibir– y ciclofosfamida, una forma de gas mostaza para uso médico.
“No someterme a la quimioterapia significaba morir”, le dijo su médico. “Someterme a ella, pensé yo, era sentirme como si me estuviese muriendo, pero, posiblemente, vivir”. Resistir la adriamicina “es como un rito antiguo”. La destrucción indiscriminada desencadenada por la quimioterapia —vómitos, daño neurológico, pérdida del cabello— contrastaba vivamente con la delicada imagen del tumor cuando lo vio por primera vez en una pantalla luminosa y le hizo una foto con su iPhone.
La historia personal de Boyer con el cáncer es sólo un hilo narrativo más en una obra que habla de hacer causa común Contra el sufrimiento individual
Boyer llama la atención sobre estas discrepancias. Por un lado, el progreso, los datos y la “vida en la pantalla”; por otro, las hemorragias nasales repentinas, los cardenales persistentes y el dolor primitivo de las uñas que se levantan de su lecho. Introdujo los detalles de su caso en LifeMath, una calculadora de pronósticos por internet que emitió un pictograma con sus posibilidades de supervivencia: un 52 %, representado por 52 caritas verdes sonrientes. Pero, por alienantes que fuesen algunas pantallas, la autora descubrió que en ellas también podía encontrar conmiseración. Miraba vídeos de YouTube publicados por otras mujeres con cáncer de mama triple negativo. Las mujeres estaban calvas como ella, con la cara hinchada por los esteroides. Cuando una estaba a punto de morir, Boyer se afligió por ella y se sintió “aterrorizada por sí misma”.
Estas blogueras ofrecían a Boyer algo que no podía encontrar en textos clásicos como La enfermedad como metáfora, de Susan Sontag, o Los diarios del cáncer de Audre Lorde: la comprensión de lo que se siente cuando se tiene cáncer hoy en día, cuatro décadas después de la aparición de estos libros. Sontag estaba en tratamiento contra el cáncer, pero escribía de manera impersonal, cuidando de no incluir “yo” y “cáncer” en la misma frase. La publicación del libro de Lorde, narrado en primera persona, estuvo rodeada por un silencio que entretanto se ha convertido en estruendo. Boyer se dio cuenta de que el antiguo rechazo a hablar públicamente del cáncer de mama se había convertido “para las mujeres que lo padecen en la obligación de hacerlo constantemente”.
“El primer día temí por mi vocabulario, cuenta la autora, que recuerda cómo la anotación que hizo en su diario en la fecha en que encontró el bulto lo mencionaba todo menos el bulto. Se contaba a sí misma una historia “para no tener que contar otra”. Sabe cómo mienten los escritores al fijarse en el “detalle precisamente elusivo”. A los escritores se les instruye para que muestren, no para que cuenten, pero Boyer, que escribió sobre los límites de la literatura en su libro de 2015 Prendas contra las mujeres, sostiene que “contar es la otra verdad”, y puede ser éticamente necesario. Hasta que no notó el bulto, no tuvo la sensación de que estaba enferma, aunque podría haber estado a punto de morir. “Los sentidos”, reflexiona, “tienen tendencia a mostrar mentiras”.
Boyer encuentra cierta esperanza en el dolor. No en darle un valor o en conquistarlo, sino en reconocerlo como algo real y compartido
Por eso, la autora no solo cuenta lo que siente, sino también lo que piensa. Habla de las mujeres y la “muerte sororal”, del tratamiento excesivo y la “ruinosa carcinogenosfera”. Vive en uno de los países más ricos del mundo y, sin embargo, el hospital consideró su doble mastectomía una intervención ambulatoria, así que la desalojó de la sala de recuperación antes de que pudiera ponerse en pie. Tuvo que volver al trabajo 10 días después de la operación y dar una conferencia sobre Walt Whitman con bolsas de drenaje cosidas al pecho.
Al leer la descripción de Lorde de los cinco días pasados en el hospital tras la extirpación de un pecho, Boyer admite que a veces siente “envidia de las circunstancias horribles del pasado porque, al menos, su horror y su degradación son diferentes de los de nuestra época”. Algunas nuevas formas de degradación están tan ligadas al cambio tecnológico que antes habrían sido completamente inimaginables. En 2014, en un compromiso de “concienciación” en colaboración con la fundación contra el cáncer de mama Susan G. Komen, la empresa de combustibles fósiles Baker Hughes fabricó mil brocas de color rosa para utilizarlas en la fracturación hidráulica, a pesar de que las sustancias químicas liberadas en este procedimiento de extracción se han relacionado con el cáncer.
En lo que Boyer encuentra cierta esperanza es en el dolor. No en darle un valor (insuficiente) o en conquistarlo (imposible), sino en reconocerlo como algo que es real y compartido con otros. “El dolor era mi cuerpo siendo razonable”, reflexiona. Recuerda una ocasión en que sus compañeros pacientes se le unieron en la sala de infusión “para decir que lo que parece doler, duele realmente”, animándola a asirse a esa extraña solidaridad, a “la visión compartida de lo sentido terriblemente”.
Hasta la obra literaria más retumbante posee una especificidad histórica, depende no solo de la imaginación del autor, sino también de dónde y cuándo fue escrita, del contexto que le dio forma. Boyer tiene más libros dentro de sí, y cuando el tratamiento parece que empieza a funcionar, imagina qué más podría escribir. “Ahora que no muero, el mundo está lleno de posibilidades”.
© The New York Times Book Review
Traducción: News Clips