“Recuerden que la democracia nunca dura mucho. Enseguida se agota, se extingue y se asesina a sí misma”, la cita pertenece a John Adams, Padre Fundador, y es utilizada por Chuck Palahniuk (Washington, 1962) a modo de aperitivo para su última y esperada, después de cuatro años, novela: El Día del Ajuste. Se trata de una sátira social de tintes apocalípticos en la línea, en cierta forma, de la misma estrategia narrativa que tan buenos resultados le proporcionara en sus títulos más tempranos, por ejemplo la primeriza y popular El club de la lucha (1996).
Como en aquellas novelas, encontramos personajes marginales para quienes la brutalidad es la única escapatoria… pero ahora lo lleva hasta sus últimas consecuencias, pudiendo afirmar que la violencia representa el verdadero sentido en la vida de los actores. En esta última entrega no me he encontrado con el mejor Palahniuk, pero sí el más genuinamente transgresor, utilizando el mismo adjetivo que el autor ha usado en alguna entrevista para calificar a sus primeros personajes.
El trasfondo de la distopía que nos ofrece en El Día del Ajuste me ha recordado poderosamente aquella otra expuesta por Paul Auster en El país de las últimas cosas (1987, si mal no recuerdo su primera obra traducida al español). Auster dibujaba en esa novela un país desquiciado donde se valoraba más la muerte que la vida, hasta el punto de existir academias para aprender distintas técnicas de suicidio y otras sutilezas de similar índole; algo similar parece plantear ahora Bing, singular personaje, quien se ha tatuado la máxima de su líder: “En el futuro todo el mundo será tiroteado durante quince minutos” (p. 322). Nos encontramos con una Norteamérica desgarrada por diferencias de índole sexual y racial, fragmentada en tres naciones independientes y puntualmente enfrentadas entre sí: Caucasia, donde viven los blancos; Gaysia, patria de colectivos homosexuales, y el viejo sur ha pasado a denominarse Negrotopía, por ser ese el color de sus habitantes.
El dislate, la irracional situación, parece evocar el terror que Cormac McCarthy nos presentó en La carretera (2006). Como en aquella novela, la ruina moral y social del país ha derivado en un desenlace de trágicas consecuencias: “Cada tiroteo desde un coche, cada contagio vírico, cada cartero que perdía la chaveta, cada una de estas cosas había acelerado la llegada del Día del Ajuste. En cuanto aquellos grupos [blancos, negros, gays…] se deshicieran de su humanidad, era inevitable que diezmaran a sus opresores comunes” (p. 242).
En esta última entrega no he encontrado el mejor Palahniuk pero sí el más genuinamente transgresor
¿Qué ha ocurrido para llegar a tal situación? La espoleta fue la llamada a filas en una acordada guerra artificial en Oriente con final atómico para diezmar la población de jóvenes muchachos que habían proliferado excesivamente en comparación con las mujeres. Ya entonces circulaba de forma clandestina un misterioso libro escrito por un iluminado personaje, Talbott Reynolds, quien afirmaba que “su libro iba a salvar al mundo” y propugnaba “destruir la nación para salvar a la gente” (p. 379).
Como los fanáticos de QAnon utilizando las redes sociales para divulgar descabelladas teorías, los seguidores de Talbott elaboraban en internet, sin control alguno, una lista negra con los nombres de quienes deben morir: “Siempre estamos sacrificando a la gente para salvar a la nación. Quizá debiéramos sabotear la nación cada cien años para salvar a la gente” (p. 380). Encontramos este pasaje en los últimos compases de la novela pese a representar el motor de la acción; dentro de la más pura ortodoxia posmodernista y como en otros títulos, Nana (2003) por ejemplo, el autor utiliza recurrentes idas y venidas en un juego temporal sin referenciar de forma clara el “ahora”. Asumible. Sí resulta más incómodo la inexistencia de capítulos, o separaciones formales de algún tipo, en una narración continua con tan solo el doble espacio entre párrafos indicando el cambio de acción y personaje.
Es esta una novela eminentemente coral —con el referencial Talbott funcionando como polarizador— con personajes que aparecen y desaparecen de forma aleatoria, en ocasiones sin aportar algo sustancial. Para los seguidores de Chuck Palahniuk, tan fieles y entregados como los de Thomas Pynchon, de quien es digno sucesor, la espera habrá merecido la pena.