A nadie creo que se le escape el juego de palabras que el irlandés Paul Murray (Dublín, 1975) propone aquí con su novela Skippy muere (2010), primera de las suyas que felizmente ve la luz en España, y el Malone muere de su paisano Samuel Beckett. De hecho, algunas conexiones (más o menos anecdóticas) se podrían establecer entre ella y la famosa trilogía beckettiana a la que pertenece la anteriormente citada: al fin y al cabo, el abuelo de Skippy se apellida Molloy y, para comprar drogas, uno de los personajes acude a los “druidas”.
Pero si hubiera que buscarle paralelismos estéticos a la novela de Murray sería más fácil encontrarlos en buena parte de la última y más clásica narrativa posmoderna norteamericana, me refiero a escritores como Jonathan Lethem, Michael Chabon, Donald Antrim o Sam Lipsyte, hasta el punto de que de vez en cuando me he visto obligado a recordarme que todos los personajes que ahí aparecían eran irlandeses y que la acción no transcurría en los Estados Unidos, como si eso tuviera que marcar irremediablemente el sentido de la lectura.
Es cierto en todo caso que la condición “irlandesa” de la novela no se deja ver hasta bien avanzado el metraje, cuando uno de los personajes, un entusiasta profesor, saca a relucir ante sus alumnos cierto episodio olvidado del pasado del país. Lo anterior pone a mi juicio de manifiesto el poco interés que tiene Murray en “folclorizar” su narrativa (y bienvenido sea), lo cual por otro lado resulta lógico cuando se factura una novela tan inmensa y poliédrica como Skippy muere en la que, entre otras subtramas, unos muchachos tratan de contactar con el tal Skippy en el más allá a través de la música, aplicando para ello las famosas teorías de cuerdas (y será gracias a esto que entiendan ahora la ilustración de la portada). ¿Pero quién es el Skippy del título?
Juraría que fue John Cheever quien afirmó aquello de que si uno quería matar a un niño en la ficción debía tener antes un buen motivo para hacerlo. En Skippy muere, Murray juega fuerte a este respecto, pues en sus primeras páginas asistimos al fallecimiento repentino de su protagonista, un adolescente asfixiado aparentemente tras engullir varios donuts de golpe en una cafetería donde jugaba con un amigo a ver quién podía comer más. Paul Murray no solo mata al chavalín a las primeras de cambio sino que lo hace además de forma grotesca.
Sólo al terminar las más de 600 hermosísimas páginas escritas por Murray puede comprenderse en todo su esplendor la hondura de esta deslumbrante novela
Es fácil pensar entonces que Cheever se echaría las manos a la cabeza con este comienzo, salvo que siguiera leyendo, claro, pues sólo al terminar las más de seiscientas hermosísimas páginas escritas por Murray puede comprenderse en todo su esplendor la hondura humana con la que está construida esta deslumbrante novela sobre el amor y la amistad, sobre los procesos de madurez y aprendizaje, sobre el olvido y el recuerdo, sobre la asunción de responsabilidades, sobre el hueco que ocupamos todos alguna vez en la vida de los demás…
Sobre muchas cosas que importan en definitiva y no siempre son fáciles de plasmar a nivel literario, menos con la brillantez con la que aquí se plasman, sin sermones, sin sobreactuados, con una fluidez espeluznante, gracias a una estructura perfecta de desvelamiento paulatino de capas de realidad, que premiará a los lectores atentos con el mayor de los favores posibles, pues serán solo ellos los que sepan al final toda la verdad de todo lo que ocurre (que son, dicho sea de paso, muchas cosas, algunas tristes, algunas cómicas, algunas serias, algunas muy locas…) en Skippy muere.
Murray nos otorga la posibilidad de ser dioses dentro de su pequeño gran universo literario, creado alrededor del particular Seabrook College, una un tanto elitista escuela privada y religiosa que por culpa de la muerte sin sentido de uno de sus mejores alumnos se verá zarandeada en sus principios. El fallecimiento de Skippy hará así las veces de bomba racimo sensorial y existencial y pondrá a prueba la integridad ética de padres, profesores, amigos, allegados y, por qué no decirlo, incluso de nosotros los lectores. Cheever estaría seguro de lo más orgulloso de este monumento literario erigido en honor, sí, a un niño muerto.