El equilibrio entre literatura e historia, o entre narrativa e historia, siempre ha sido difícil y cambiante. Sin embargo, sin narración no hay historia. Es una cuestión tan complicada como fijar los límites entre fantasía y realidad. ¿Cuántas dosis de realidad admite una buena novela? ¿Cuánta fantasía un ensayo histórico? ¿Qué es aceptable y qué no? ¿Todo lo que vale en la novela es lícito en historia? ¿Y viceversa? ¿Qué licencias pueden permitirse los literatos? De ahí las diversas posiciones, incluso contradictorias, de los diferentes autores.
Cien años de soledad y la masacre cometida por el ejército colombiano durante la huelga de las bananeras son un buen ejemplo. García Márquez habla de 3.000 muertos cuando todo indica que no pasaron de 20. Pese a ello, su cifra se consideró verdadera, y fue utilizada por numerosos historiadores. Años más tarde, García Márquez reconocería “que tres o cinco muertos en las circunstancias de ese país, en ese momento debió ser realmente una gran catástrofe y para mí fue un problema porque cuando me encontré que no era… una matanza espectacular en un libro donde todo era tan descomunal…, donde quería llenar un ferrocarril completo de muertos, no podía ajustarme a la realidad histórica. Decir que todo aquello sucedió para tres o siete muertos, o 17… no alcanzaba a llenar ni un vagón. Entonces decidí que fueran 3.000…, porque era más o menos lo que entraba dentro de las proporciones del libro que estaba escribiendo… La leyenda llegó a quedar ya establecida como historia”.
Estas preguntas son claves para introducirse en el erudito y complejo libro de Michi Strausfeld (Recklinghausen, Alemania, 1945), Mariposas amarillas y los señores dictadores. América Latina narra su historia, un recorrido de 500 años de historia y literatura latinoamericanas, donde, de alguna manera la primera estructura y justifica a la segunda. Es una obra singular que ni es una historia de América al uso, ni una historia de la cultura o la literatura. Su subtítulo nos confirma su principal objetivo: ver cómo los latinoamericanos narraron su historia a través de la novela, y otros géneros literarios incluyendo el ensayo. Este recorrido histórico se ve salpicado, tras cada capítulo, por los intensos contactos de Strausfeld, como representante de una editorial alemana, con los autores del boom.
En este erudito y complejo ensayo Michi Strausfeld, testigo privilegiada del ‘boom’, recorre 500 años de historia y literatura latinoamericanas
Su tarea no es sencilla, porque ni siquiera las grandes firmas coinciden en la importancia de la literatura para entender una historia tan desigual como la latinoamericana. Desigual socialmente, pero también en su desarrollo económico y cultural. Para dificultar más la tarea no se debe olvidar que el papel de la literatura y los intelectuales, así como su compromiso social y político, han cambiado con el tiempo. Ahora bien, una de las premisas de esta obra es que mientras la historia defiende los intereses de las oligarquías y del orden establecido, la literatura y el arte son rupturistas o incluso revolucionarios. De ahí el interés por los dictadores, como si más allá de su real importancia fueran el monotema de la narrativa latinoamericana.
El boom y el impacto de la Revolución Cubana fueron claves en este desarrollo. Strausfeld describe perfectamente el proceso y cómo gracias a la gesta castrista la atención mundial, especialmente en Europa y EE.UU., se volcó en una región relativamente bastante olvidada. Una atención concentrada en la literatura gracias a la obra de Cortázar, García Márquez y Vargas Llosa, entre otros.
Strausfeld cree que los autores latinoamericanos pensaban que juntos estaban escribiendo la gran novela sobre la región y que todos contribuían en el empeño. Se trataba de crear una “República de la literatura”, un proyecto alternativo a la política. Mientras unos buscaban reflejar su país en un solo libro, otros querían escribir la “novela total”. En el marco del realismo mágico, “la nueva literatura de América Latina, y muy en particular las novelas, no solo procuraba a los lectores un extraordinario gozo estético, sino que también transmitía un conocimiento necesario que ningún libro de historia podía brindarle”.
Por eso, un tema recurrente es la novela como arma, como vehículo de denuncia y movilizador de conciencias, lo cual nos lleva nuevamente a pensar en el escritor como activista o militante, más preocupado en remover conciencias y potenciar la acción que en promover la reflexión o la duda. Strausfeld pone en valor a los novelistas que “contaban historias nunca antes leídas, que además revelaban a sus compatriotas datos nuevos sobre su historia que a menudo desconocían o que les eran tendenciosamente falseados”.
El problema del libro de Strausfeld es que su narración se centra demasiado en los literatos y se olvidade los historiadores
Las posiciones de los escritores no son concordantes, aunque las aquí presentadas aparentemente mantengan una tendencia común. En un extremo, Vargas Llosa, que en 1990 decía de modo exagerado y provocador que “la literatura cuenta la historia que la historia que escriben los historiadores no sabe ni puede contar”. Y seis años más tarde decía: “Podemos decir que la descripción más acertada de los problemas de América Latina durante el siglo pasado y buena parte de éste se halla en la literatura, y que fue gracias a los versos de sus poetas, los diálogos de sus dramaturgos o las anécdotas de sus narradores que las iniquidades del continente quedaron documentadas”.
En el otro extremo está Sergio Ramírez, que en 2006 señaló: “Como quizá en ningún otro lugar…, en América Latina los escritores nos hemos visto como profetas de la época. Esto puede parecer arrogante. Pero al menos tenemos un papel ineludible: somos testigos y como tales somos también cronistas”. Carlos Fuentes, más pegado a su papel, dijo aquello de “inventar el pasado, recordar el futuro” o Germán Arciniegas que insistía que “los latinoamericanos no necesitan escribir novelas, les basta con su historia”.
Una limitación de Strausfeld es no relacionar cada autor con su obra, asumir que todos tenían las mismas motivaciones para escribir. Al hablar de la década de 1930, muestra cómo Uslar Pietri, Alejo Carpentier y Miguel Ángel Asturias “se ocuparon intensamente de la historia de sus países y del continente que se enseñaba de manera sesgada e insuficiente. Querían entender, plasmar y volver comprensible la realidad implacable y maravillosa de su continente”.
Está convencida de la misión redentora de la literatura para salvar a América Latina, de modo que el continente se unió “en su literatura y en su arte: los escritores cumplían por fin el sueño de Bolívar”. Al comprar los puntos de vista de muchos autores comete algunas generalizaciones que deberían haber sido contrastadas. Ocurre con el papel colonial de España o la influencia de EE.UU., convertido tras la “doctrina Monroe” (1823) en un “nuevo amo imperial”. O con una suerte de trama conspirativa que silenció durante siglos numerosos manuscritos sobre la naturaleza represiva del período colonial. El problema de Strausfeld es que se centra demasiado en los literatos, lo que está bien, pero se olvida de los historiadores y de los importantes avances historiográficos en los temas que aborda, incluso aquellos más controvertidos.