Catedrático, traductor, ensayista, músico, José María Micó (Barcelona, 1961) ha publicado siete libros de versos en español. Especialista en Góngora, destacan sus traducciones de obras de Dante Alighieri, Petrarca, Ludovico Ariosto, Ramon Llull y Ausiàs March. Ha obtenido los premios Hiperión y Generación del 27. Miembro del dúo musical Marta y Micó, considera que los discos titulados Memoria del aire y Sombras cotidianas forman parte de su creación poética.
Primeras voluntades reúne los poemas que José María Micó ha espigado en una selección estricta de toda su obra. Dividida en diez partes, la recopilación contiene ciento cuarenta y dos textos dispuestos por afinidad temática. En un prólogo breve, el autor explica que el conjunto cierra una etapa de su poesía y abre caminos inciertos. El libro se inicia con palabras contundentes: “La cama es un espejo que nos deja desnudos. / Mi desnudez es negra como bilis de ciego”. Con el hachazo, la mansedumbre, el surco roto y la vieja muerte, el poeta elabora una literatura reflexiva. Aunque rememore un paisaje turbulento, su expresión es siempre serena.
La escritura cuidadosa sirve aquí para describir a una mujer que mira el tiempo en un cuadro; o para retratar a una muchacha y su futura vejez. El apartado “Afectos” encierra escenas de la vida diaria. Lo hace con una elegía, cuatro sonetos, un epigrama, una canción de cuna, un romance. John Milton es evocado junto a los ijares, el garabato, la mortaja y el perro aturdido. Micó usa a menudo el metro de seis, siete y once sílabas. Ve nadar a su amada y observa “en un sueño levísimo y ardiente / la sumergida carne misteriosa, / promesa de otras vidas en su estiba”.
Los cinco poemas de la sección “Camino de ronda”, todos ellos con varias partes, se refieren a la placidez de la Naturaleza. El escritor menciona animales, guijarros, alisos, raíces ávidas. El léxico minucioso (manjúas, sardonales, trociscos, alhamíes, haza, cuerva) parece el único bagaje que necesita un poeta estoico: “Aquí ningún fervor es esperanza”. Le siguen las diecinueve piezas agrupadas en “Travesuras”. En ellas caben la ironía, el “endecasílabo social”, una samba y un tango tristes, el taller cervantino, la admiración por Felipe Benítez Reyes y Joaquín Sabina, las burlas políticas o eróticas.
El tono cambia en el apartado “Ser y estar”. El juego ingenioso es sustituido por la hondura. En sus veintiún textos profundos se aúnan la juventud y la caducidad, la luz y la larva. Después, los homenajes a Italia se suceden en “Divieto di sosta”. El autor recorre Nápoles, Verona, Ferrara. Medita ante castillos, cuadros, transeúntes. Desde un avión contempla Venecia y brinda “para que no se acabe este minuto, / para que nada ocurra. / Y que si ocurre sea / sin sucesión”.
José María Micó demuestra perspicacia en el poema “Fósiles” y comunica su compasión desesperada en “Nombres de Atocha”. Escribe: “Os dirán que en el tren íbamos todos, / pero será mentira: / aquellos trenes todos los perdimos”. Georgina Hübner (mujer imaginaria con que Juan Ramón Jiménez fue embromado) y el guitarrista Diego del Gastor protagonizan sendas composiciones. Los dos apartados siguientes de la obra (“Momentos” y “Espejismos”) encierran los pensamientos de un caminante. Con música de móviles, escenas de lujuria y cicatrices, el autor recuerda a un amigo, encuentra la crueldad política de España en un libro de José María Pemán, resume visiones.
La sección última (“Finales”) nos ofrece tres textos meritorios. “Generación”, primer poema del volumen, cierra también el conjunto, pero añadiendo dos líneas a la versión inicial. Un apéndice de diez páginas aporta información sobre otras ediciones de la obra poética de Micó: descartes, rescates, lemas y dedicatorias. Jacques Callot, con su aguafuerte El comediante enmascarado tocando una guitarra, de 1622, ilustra la cubierta de una edición esmerada e idónea para conocer a un poeta de alta calidad.
VII
Cuando Leonardo patinó este fresco
le procuró la corrupción. Los rostros
y las manos sin voz de los apóstoles,
crispadas de traición o de sorpresa,
se iban deteriorando ante los ojos
serenos de Jesús, casi apagados.
Hoy la restauración de su mirada,
la obscena claridad que contemplamos,
hace aflorar humildemente en Cristo
una sombra de culpa y de vergüenza.
Sabe que nuestro Judas es el tiempo.