Más de ochenta años después, casi cualquier aspecto de la Guerra Civil sigue suscitando apasionadas controversias. Las Brigadas Internacionales no escapan a esa regla. Antes al contrario, por sus especiales circunstancias, presentan un flanco proclive a la polarización: para unos, los brigadistas fueron antifascistas, luchadores por la libertad, héroes idealistas; para otros, solo mercenarios y aventureros o, peor aún, fanáticos comunistas o títeres de Moscú. Franco en particular nunca perdonó la intervención exterior en defensa de la República, olvidando los otros extranjeros, más numerosos aún, que combatieron en sus filas y le ayudaron decisivamente a ganar la guerra. Desde una perspectiva que se reclamaba genuinamente española, Cela dedicaba su novela San Camilo a “los mozos del reemplazo del 37 (…), no a los aventureros foráneos, fascistas y marxistas, que se hartaron de matar españoles como conejos y a quienes nadie había dado vela en nuestro propio entierro”.
La historiografía ha tratado de modo insistente y desde diversos ángulos la participación de combatientes extranjeros en nuestro suelo, pero no han sido muchas —teniendo en cuenta la bibliografía inabarcable de la Guerra Civil— las obras que se han centrado de manera monográfica en ellos. Son destacables Las Brigadas Internacionales en la guerra de España (1974) de Andreu Castell, Novedad en el frente (2006) de Rémi Skoutelsky y, con un enfoque más restringido a la propaganda, La disciplina de la conciencia: las Brigadas Internacionales (2006) de Mirta Núñez Díaz-Balart. Aunque siempre se ha hecho hincapié en la ayuda institucional de las potencias fascistas, menos atención han merecido los voluntarios extranjeros que lucharon al lado de Franco, tema de libro de Christopher Othen de título provocador: Las Brigadas Internacionales de Franco (2007).
La apertura o mayor disponibilidad de consulta de los archivos soviéticos constituye un buen motivo para abordar con nuevos datos y con nuevas perspectivas el tema de la intervención foránea. Es la razón que esgrime Giles Tremlett (Plymouth, 1962) en el prólogo del volumen que nos ocupa. Tremlett, buen conocedor de la historia y aún más la geografía española, como demuestra en esta obra, se ha servido de su doble faceta de historiador y periodista (en prestigiosos medios británicos como The Economist y The Guardian) para trazar el bosquejo más completo hasta la fecha de la ayuda internacional voluntaria a la causa de la República. La pertinencia de la alusión a su doble condición de investigador y reportero la podrá ratificar el lector al constatar por un lado el despliegue abrumador de datos que ha recopilado Tremlett y por otro, el buen pulso narrativo que destilan sus páginas.
Historiador y periodista, Tremlett traza el bosquejo más completo de la ayuda internacional dada a la República
Las Brigadas Internacionales fueron organizadas por la Comintern, la Internacional Comunista, como forma de canalizar la ayuda militar a la República y contrarrestar el apoyo que recibían los sublevados de Hitler y Mussolini. El número de extranjeros que se encuadraron en sus filas ha sido siempre asunto debatido y difícil de precisar, pero los cálculos actuales más fiables hablan de unos 35.000 efectivos procedentes de casi todos los países del mundo. De estos, un mínimo del 20 % —otras estimaciones elevan bastante este porcentaje— hallaron su tumba en suelo ibérico. Pero, por encima de los datos objetivos, las cuestiones que siguen generando más encono son las relativas a su ideología, el papel que desempeñaron en la guerra y el balance de su intervención.
Es fundamental tener en cuenta como punto de partida que no eran soldados profesionales sino jóvenes antifascistas —comunistas en su mayor parte— que, por lo general, tomaban las armas por primera vez en su vida. Este rasgo conduce a dos consideraciones complementarias que han sido materia inagotable de discusión: por un lado, dictaminar si fueron o no decisivos (por ejemplo, en la defensa de Madrid); por otro, si debido a su bisoñez e inexperiencia, fueron usados simplemente como carne de cañón. A ello se superpone la cuestión doctrinal: ¿a favor de qué causa luchaban realmente unos brigadistas encuadrados en un rígido corsé comunista, con estricta supervisión de Moscú y bajo el férreo control de unos implacables comisarios políticos?
Tremlett no niega el ideal comunista de la mayoría, pero entiende que, aun así, dicha causa no les definía. “Solo una categoría política y moral vale (…): eran antifascistas” (p. 23). Se trata de algo más que un matiz interpretativo porque de ahí infiere el autor que los brigadistas estaban en el lado correcto de la historia. Ello supone reducir la Guerra Civil a un elemental combate entre fascismo y antifascismo. Por ello, dice, los idealistas extranjeros luchaban en el único bando posible. Incluso se atreve a dar un arriesgado paso más: “Una de las tragedias de la España contemporánea es que esto no lo vean claro todos los españoles” (p. 562). Tremlett no se plantea siquiera que, equivocados o no, lo mismo que los brigadistas, en el bando franquista se pudieran alistar otros idealistas, ya fueran conservadores, cristianos o tan solo contrarios al terror rojo.
El autor se impone una contención que le lleva a sortear los habituales señuelos maniqueístas, sin heroísmos ni épicas
Pese a que su concepción general de la Guerra Civil bebe de las fuentes progresistas —de Preston a Viñas— es de justicia reconocer que Tremlett se impone una contención que le lleva a sortear los habituales señuelos maniqueístas. En este sentido, su patente admiración por los brigadistas no conduce al previsible cuadro de heroísmo y épica. Más bien lo contrario porque, aunque la caracterización de aquellos sea por lo general positiva –sin que falten muestras de abyección, cobardía o crueldad– la guerra que surge en estas páginas, a partir sobre todo de los testimonios de los propios combatientes, es una realidad sucia y confusa, a menudo grotesca, bestial y despiadada siempre. Por eso, el idealismo ingenuo de tantos duraba lo que tardaba en llegar el bautismo de fuego. A partir de ahí venían todos los demás problemas, incluso en las propias filas: plantes, fugas, deserciones, automutilaciones, ejecuciones sumarias.
Tremlett ha recopilado una información impresionante proveniente de diversos archivos en varios países. Junto a las memorias de los brigadistas y una copiosa bibliografía, se despliega así un material capaz de anonadar al lector (notas, fuentes y tablas ocupan unas ciento cincuenta páginas de la parte final del libro). Su destreza como periodista logra empero que esa carga no se note en la lectura, pues la narración —de eso se trata— fluye sin rupturas, siguiendo un estricto orden cronológico que nos conduce desde el 19 de julio de 1936 en la Olimpiada Popular de Barcelona hasta el 21 de agosto de 1941, en el París ocupado. En el fondo, viene a decirnos el autor, distinto país, pero la misma lucha contra el fascismo.
No es casual que diga por ello que discrepa de la tradicional ubicación de los brigadistas en el campo de los vencidos. Aunque sometido a los meandros de la historia, el antifascismo ganó finalmente. La primera batalla de esa gran contienda que marcó el siglo XX tuvo lugar en este extremo occidental de Europa. Por eso, la Guerra Civil o, simplemente España, significó tanto para tanta gente. Por eso, como recuerda Tremlett con emoción contenida, los brigadistas llevaron siempre a España en su corazón.