Según Antonio Escohotado, Alexandre Kojève figura entre los dos o tres filósofos más decisivos del siglo XX, pero pese a su influencia sigue siendo muy desconocido fuera de su país de adopción: Francia. A remediar esa ignorancia se aplica ahora la benemérita editorial Página Indómita, cuya contribución al conocimiento de los grandes pensadores del liberalismo político empieza a merecer un premio.
Kojève es inclasificable porque atravesó el turbulento siglo XX acertando siempre, esquivando la rigidez de los sistemas totalizantes en virtud de un sagrado respeto a la verdad probada en la acción política. Nacido en Moscú en 1902, era sobrino de Kandinsky. Fue testigo complacido de la Revolución de 1917 pero acabó en la cárcel. Pronto se dio cuenta de que los bolcheviques no apreciarían su libertad de espíritu, de modo que huyó a gozar del loco Berlín de los cabarets. De allí escapó con el ascenso del nazismo para instalarse en París, donde terminaría involucrándose en la Resistencia.
A sus lecciones sobre Hegel —que impartía sin notas en exposiciones sintácticamente perfectas— acudía una asombrada generación de poderosos intelectuales: Bataille, Queneau, Lacan, Aron —que retrató a Kojève como “el hombre más inteligente que he conocido”—, Merleau-Ponty o Breton. Bon vivant y provocador, Kojève se declaraba “estalinista de estricta observancia”, pero no solo acabó fundando la Organización Mundial del Comercio sino que sentó las bases de la actual Unión Europea junto a su amigo Robert Schuman. Su lucidez sobrehumana le permitió profetizar en pleno dominio nazi que la democracia liberal acabaría imponiendo la supremacía kantiana de los derechos universales avalados por entidades supranacionales, anulando el sentido de la revolución y anticipando el fin de la historia. Fukuyama reelaboraría años después aquella intuición en su famoso ensayo.
En La noción de Autoridad, Kojève levanta toda una teoría política que integra las visiones de Platón, la escolástica, Hobbes, Maquiavelo o Rousseau en un sistema coherente. Partiendo de la definición de autoridad como “la posibilidad que tiene un agente de actuar sobre los demás sin que esos otros reaccionen contra él pese a ser capaces de hacerlo”, el filósofo deduce cuatro tipos puros de autoridad de cuya combinación o preponderancia se derivan todos los regímenes y organizaciones sociales de la historia. La autoridad del Padre equivale a la tradición, es la única que cuenta para la escolástica medieval y para el absolutismo monárquico, transmite la identidad de una comunidad y es interpretada por un senado con la vista puesta en el pasado.
Leyendo a Kojève entendemos por qué la genuina autoridad excluye la fuerza y muere si necesita imponerse con coacción
La autoridad del Amo es la militar o la ejecutiva, la que impera sobre el presente y corresponde a un gobierno o un caudillo que encarna, según Hegel, el espíritu de su tiempo. La autoridad del Jefe es la que despliega un estratega de grupo o de partido, apoyándose en su conocimiento privilegiado de la situación y proyectándola hacia el futuro, y en democracia equivale a la deliberación legislativa de los mejores en un sentido aristotélico. Por último, la autoridad del Juez es la que Platón confía al arbitrio perenne del bien moral, correspondiente al poder judicial y administrado fuera del tiempo, en la eternidad de las ideas puras.
Sobre esta clasificación, arma una completa fenomenología del poder humano descrita en detalle, con aplicaciones prácticas y consecuencias derivadas del predominio de un tipo sobre otro. Usando su esquema es posible explicar el auge y la caída de una dictadura, predecir la debilidad de una democracia parlamentaria o constatar el subdesarrollo de una sociedad.
El estilo de Kojève es árido a fuerza de ser exacto. Él no especula: razona con la severidad implacable de un científico de las ideas. Leyéndole entendemos bien por qué la genuina autoridad excluye la fuerza, pues vive del reconocimiento compartido y muere cuando necesita imponerse mediante coacción. El gobierno que no concilie los valores de padre, amo, jefe y juez no puede prevalecer y da paso a la revolución, es decir, a la negación de un presente heredado para constituir una autoridad nueva. Resulta muy revelador aplicar esta fenomenología a la democracia del 78 y a sus actuales dirigentes.