Mis padres se casaron en la parroquia de la Chinche, esto es, la iglesia de San Lorenzo, que antes acogía a los españoles más pobres y hoy a los inmigrantes latinoamericanos. La primera vez que recuerdo haber estado en la Plaza de Oriente, frente al Palacio Real, fue cuando mi abuela me llevó al Café de Oriente a comer chocolate con un bollo. Bajo los arcos de la Plaza Mayor compraba de niño sobres transparentes con sellos que no valían nada, pero procedentes de lugares exóticos y con dibujos llamativos. De muy joven iba a San Ginés en la madrugada, después de una noche de cubalibres, a asentar el estómago con una ración de churros, y a una taberna de la Cava de San Miguel a tomar sangría y comer tortilla de patatas, a escasos metros de la casa de Estupiñá -¿o sería en su mismo portal?-, en cuyas escaleras Juanito Santa Cruz ve por primera vez a Fortunata sorbiendo un huevo crudo.
Todos esos lugares los menciona Galdós en sus novelas, algunos repetidas veces. Cualquiera que haya pasado muchos años en Madrid ha recorrido, a menudo sin ser consciente de ello, esa construcción, casi tan sólida como la de piedra, que es el Madrid galdosiano. La ciudad era protagonista de sus novelas, en las que no sólo se nos cuentan las vicisitudes de los personajes, sus amores y traiciones, sus quiebras y enriquecimientos, sus conspiraciones y sus complicidades políticas, sino también el aspecto de las calles, de las casas, cómo se van transformando, cómo ese pueblo grande va adquiriendo aires de ciudad cosmopolita.
Cualquiera que haya pasado muchos años en Madrid ha recorrido, a menudo sin ser consciente de ello, esa construcción que es el Madrid galdosiano
Nos habla, por ejemplo, del Marqués Viudo de Pontejos, alcalde de Madrid, que instaló reverberos de gas en el centro, y de la llegada de las aguas de Lozoya, y de “las muchas casas magníficas que se iban a edificar en los solares de los derribados conventos”, porque era sobre todo el pueblo llano el que degollaba frailes y quemaba conventos, pero luego eran los burgueses quienes se hacían con los terrenos que quedaban libres y con los despojos de la desamortización. También nos cuenta que Barbarita Arnaiz nació en un pobre edificio de la Calle Postas, en donde “las escaleras había que subirlas con el credo en la boca” y “abundaba tanto el yeso en la construcción como escaseaban el hierro y la madera”, para luego decirnos que muchos de esos edificios fueron renovados hacía poco.
Porque el Madrid de Galdós está en proceso de transformación, de mejora. A pesar de las turbulencias de la época y de la miseria de muchos de sus barrios, el progreso comercial e industrial y el auge del socialismo parecían prometer a todos una prosperidad creciente, o aunque sólo fuese una supervivencia soportable a los más pobres. Galdós recorre Madrid desde sus plazas más lujosas a sus callejas más miserables y, como un diablo cojuelo decimonónico, también se asoma al interior de los edificios para ver cómo vive la gente. Se pueden seguir sus pasos empezando en el mismísimo Palacio, a una de cuyas ventanas se asoman los Bringas, costear el Teatro Real, frecuentado por los Santa Cruz, y entrar en el laberinto de calles y callejuelas que median entre esta zona aristocrática y los mercadillos cercanos a la Plaza Mayor.
Es verdad que hoy la profusión de bares y tiendas para turistas hacen difícil imaginar los tenderetes alineados en muchas de esas calles, por ejemplo, “los puestos de ternera fina en la Costanilla de Santiago”, pero algunas cosas no han cambiado tanto: ya entonces se tomaba chocolate junto a la parroquia de San Ginés, aunque la chocolatera la llevasen las propias parroquianas y no fuese necesario como hoy hacer cola ante la churrería más visitada de Madrid para conseguir una mesa; sigue en pie el Mercado de San Miguel, que ofrecía sus mercancías desde muy temprano, ahora con la cara lavada después de años cerrado y más centrado en puestos gourmet que de legumbres y salazones; la mayoría de los vinateros de Cava Baja se han reconvertido en bares de tapas; “las platerías de puntapié, que todo lo que tienen no vale seis duros”, fueron reemplazadas hace años por los ‘todoacién’; en la Plaza de Santa Cruz se ha mantenido la tradición de instalar puestos en Navidad, aunque muchos y también el Nacimiento se hayan desplazado a la Plaza Mayor, y las tiendas de paños cercanas a esta plaza siguen siendo tan abundantes como hace siglo y medio, tiendas que durante décadas vendieron tanto producto de China y Manila como de Béjar o Galicia… igual que hoy, aunque ya no sean lugares de reunión y tertulia como antiguamente, porque ya la población residente es menos estable que antes y porque los bares y las librerías asumen esa función.
Galdós recorre Madrid desde sus plazas más lujosas a sus callejas más miserables y se asoma al interior de los edificios para ver cómo vive la gente
En cierto modo, estos días extraños pueden ser un buen momento para recorrer el Madrid galdosiano, cuando se ha reducido la afluencia de personas y aparecen más despejados calles, plazas y edificios, cuando no nos aturde el ruido del tráfico. ¿Qué pensaría Galdós de esta ciudad repentinamente silenciosa?
Es verdad que él amaba Madrid con su bullicio, con el atronar de las ruedas de las carretas y con el voceo de los vendedores, y por eso su Barbarita se negaba a abandonar el centro por el barrio de Salamanca, tan aireado y tranquilo que para ella era campo, pues “se había acostumbrado a los ruidos de la vecindad, cual si fueran amigos, y no podía vivir sin ellos.” Pero también es posible que le hubiese agobiado esta urbe hasta hace poco saturada, congestionada e invadida por turistas y que este breve recorrido que hemos hecho le habría resultado más llevadero en las circunstancias excepcionales de hoy. Aunque a Galdós le interesaban tanto los habitantes de la ciudad que de todas formas seguro que habría deseado un final rápido de la epidemia, que las Fortunatas, los Centenos y, si me apuran, incluso los Torquemadas de hoy pudiesen pasear despreocupadamente por sus calles y abarrotar sus tiendas y bares.