Estos son tiempos convulsos aunque no excepcionales, puesto que no es esta, ni mucho menos, la primera vez que la humanidad se enfrenta a una crisis causada por una pandemia. La palabra crisis proviene del término griego “κρίσις”, cuyo significado remite tanto a “separar, analizar” como a “decidir”. Y es que, en toda crisis, algo que se rompe nos obliga a una reflexión que lleva a un juicio y a una elección. Todo parece indicar que lo que se está rompiendo es un viejo mundo y que asistiremos al alumbramiento de uno nuevo. La realidad, la normalidad tal y como la habíamos conocido, sufre de aluminosis, esa enfermedad de las vigas y los forjados de los edificios por la cual el hormigón pierde sus propiedades y se hace menos resistente y más poroso, con lo que peligra la estabilidad del edificio. Las viejas certezas ya no aseguran nada y lo único cierto parece ser, precisamente, lo incierto. Nuestras respuestas, obviedades, perogrulladas, rutinas y lugares comunes se han trasmutado en preguntas: ¿podré volver a abrazar a mis seres queridos? ¿Tendremos que llevar mascarilla siempre? ¿Cuándo llegará la vacuna? ¿Habrá otros virus? ¿Perderé mi trabajo? ¿Recuperaremos los derechos y libertades perdidos?
Quizás el reto al que nos enfrentamos no trate tanto de encontrar nuevas certezas como de aprender a convivir con la incertidumbre. La filosofía puede ayudarnos en este sentido ya que está habituada a entenderse con la duda, su compañera de viaje. La filosofía nos advierte contra la autoayuda y el pensamiento positivo que, buscando respuestas fáciles a problemas complejos, termina generando desesperanza y frustración. De igual manera que nadie se construye un cuerpo robusto leyendo citas de Paulo Coelho, nadie forja un alma fuerte en la que refugiarse de las embestidas de la fortuna repitiéndose ante el espejo frases motivadoras y cargadas de positividad naif.
La filosofía debería volver a presentarse como la medicina del alma. Es en nuestro mundo interior donde nos jugamos la dicha y la desgracia
La filosofía debería volver a presentarse como la medicina del alma y el filósofo, como el médico de la interioridad del ser humano, alguien preocupado no solo por la salud física de sus congéneres, sino sobre todo por su bienestar espiritual. Sócrates y sus secuaces entendieron que el problema central de la filosofía es el de la búsqueda de lo bueno para el hombre. La filosofía debe ser un continuo examen de la existencia para embellecer la vida y mitigar el dolor. El diálogo filosófico es una exhortación a ser mejores, una indagación acerca de los verdaderos bienes y una refutación de los bienes aparentes. Sócrates hizo de la filosofía un “cuidado del alma”, que nunca debe traducirse por un desprecio por el cuerpo, sino por la idea de que es en nuestro mundo interior donde nos jugamos la dicha y la desgracia. Sócrates enseñaba a mantener el cuerpo sano con el ejercicio y la dieta, pero su meta era más alta, porque no solo pretendía endurecer el cuerpo, sino también el espíritu con la práctica de la filosofía.
Alma y cuerpo son dos aspectos de una misma naturaleza humana. El alma, al igual que el cuerpo, es plástica y se le puede dar una forma determinada siguiendo un modelo. Si la gimnasia y la medicina desarrollan y conservan las virtudes del cuerpo, la filosofía lo hace con las del alma. Cuidar el alma es superar una existencia puramente animal, desplegar nuestra racionalidad y alcanzar la plenitud de nuestra naturaleza humana. La filosofía en Sócrates es una determinada manera de ser: una manera de ser auténticamente humana; una forma de pensar, de sentir y de actuar propiamente humanas. Ahora se entenderá aquella anécdota narrada por Diógenes Laercio de Estilpón, uno de los discípulos de Sócrates: cuando Demetrio conquistó Megara, quiso demostrar al filósofo su buena voluntad e indemnizarle por el saqueo de su casa, y le rogó que le presentase una lista de todos los bienes que sus hombres le habían sustraído. Este respondió con ironía: “Nadie se ha llevado mi sabiduría”. Lo que realmente poseemos, nuestro auténtico patrimonio, es solo aquello que ninguna pandemia puede arrebatarnos. El hombre ha nacido para conocer el bien; esta es su auténtica sabiduría y su dignidad.
La filosofía como cuidado del alma ha dado siempre una gran importancia a la ascética de las emociones. Los ejercicios que practicaron filósofos cómo Sócrates, Aristipo, Aristóteles, Marco Aurelio o Epicteto entre muchos otros, no tenían como objetivo la supresión de las pasiones sino su gobierno. La filosofía no desea hacer del hombre un ser insensible sino un ser libre y capaz de gobernarse así mismo. Las emociones, los deseos y los instintos son naturales, forman parte de nuestra alma y no son de suyo ni buenos, ni malos; pero se convierten en virtud o en vicio dependiendo de nuestra capacidad para modularlos y para encontrar la justa medida. Así, la virtud que el filósofo persigue no consiste en suprimir emociones como el placer o el dolor; sino en moldearlas dándole la forma correcta.
Muchos se han preguntado: ¿Saldremos más fuertes de todo esto? Pero la pregunta es: ¿Qué es exactamente lo que tenemos que fortalecer?
No debemos permitir que las emociones ocupen el lugar que corresponde a las ideas. Observo extenderse en redes sociales un emotivismo que convierte la intensidad del sentimiento en criterio moral: algo es bueno porque me conmueve y malo porque me ofende. Sustituir el esforzado juicio moral por la mera exclamación nos devuelve a la barbarie o al narcisismo infantil. El discurso político ha sido otro terreno en el que ha calado lo emocional. Reemplazar el diálogo racional por la retórica del sentimiento facilita la manipulación, impide el consenso (germen de la democracia) y polariza la comunidad de ciudadanos en bandos irreconciliables. En este sentido, la filosofía nos ayuda a recuperar la lógica del bien común frente a la lógica del combate. Como nos recuerda agudamente Sócrates en La República, la mejor de las sociedades será aquella que esté más unida bajo el bien común, aquella en la que la mayor cantidad de personas entiendan por "mío" no algo individual y distinto, sino una y la misma cosa; aquella en la que las alegrías y los dolores de cada uno son las alegrías y los dolores de todos (Rep. 462 B.).
La filosofía siempre nos ha incitado a sospechar de los populismos que, mediante una demagogia emocional, ofrecen mesías y salvapatrias a cambio de nuestras libertades y derechos. El bien común, hacia donde deberíamos apuntar como sociedad, solo se puede identificar por medio del diálogo racional. La filosofía es diálogo, no monólogo. En el diálogo filosófico tomamos conciencia de las premisas que hasta ahora dábamos como válidas sin ningún tipo de certeza racional, comprendemos la dificultad que entraña descubrir la verdad, nos damos cuenta de cuáles son las fuentes del error en nuestro pensamiento y de que la opinión mayoritaria es discutible. Es un ejercicio de higiene intelectual con el que sometemos a la razón nuestros propios juicios y exigimos a los demás que también los razonen; y lo más importante: todo esto lo hacemos entre amigos (y cómo nos enseñó Platón: si es con vino, mucho mejor). Por ello, en este pandémico Día Internacional de la Filosofía me atrevo a lanzar el siguiente problema para comenzar un diálogo. Durante esta crisis que vivimos, muchos se han preguntado: ¿Saldremos más fuertes de todo esto? Pero creo que la pregunta que realmente importa ahora resolver es: ¿Qué es exactamente lo que tenemos que fortalecer? ¿Debemos endurecer nuestro ánimo, cada uno el suyo? ¿O más bien deberíamos empeñarnos en fortificar el ágora, nuestras instituciones, los espacios públicos? ¿Debemos salvarnos como individuos o como sociedad? Escuchemos lo que tenemos que decirnos, debatamos, dialoguemos, es decir, hagamos filosofía.
Eduardo Infante es profesor de filosofía y autor de 'Filosofía en la calle' (Ariel)