La violencia en general y, en especial, la violencia política se prestan a simplificaciones engañosas. La antítesis de la paz es la guerra pero la ausencia de conflicto bélico no significa en ningún caso que reine la paz, ni mucho menos implica la inexistencia de situaciones violentas de algún tipo. A ello habría que añadir que tendemos a ser selectivos en la percepción de la violencia, un sesgo peligroso que lleva a empatizar con los agredidos que se sitúan cerca de nosotros, física o culturalmente, mientras somos reacios a atender o reconocer agresiones que no nos conciernen de manera directa.
Esta reflexión deviene directriz en este estremecedor recorrido de Julián Casanova (Valdealgorfa, Teruel, 1956) por las múltiples manifestaciones de la violencia en la Europa del siglo XX. Así, se empieza por cuestionar la existencia misma de un oasis de paz anterior a la Gran Guerra en tres sentidos diferentes: primero, se subraya la continuidad de estos primeros años con la violencia decimonónica, representada por el terrorismo anarquista (“propaganda por el hecho”). En segundo lugar, se muestra cómo el colonialismo impone en otras latitudes —en Asia y, más aún, África— una implacable política de exterminio que terminará trasladándose a suelo europeo, en una escala hasta entonces desconocida, con la Primera Guerra Mundial. Tercero, se advierte que la propia noción de calma antes de la tempestad de 1914 es falsa, como evidencian la guerra italo-turca en Libia (1911-12) o los conflictos balcánicos de 1912-13.
Desde el punto de vista historiográfico todo ello conlleva dos importantes derivaciones: primera, el rechazo de la periodización ampliamente extendida que postula un siglo XX corto (1914-1989) y dos guerras mundiales como excepciones en una centuria básicamente pacífica, en especial su segunda mitad. Aquí, en cambio, se habla de una continuada guerra civil europea de más de treinta años, que se desencadena brutalmente en 1914 pero que se prolonga más allá de 1945. La otra consecuencia es la impugnación de lo que bien podría motejarse de ombliguismo occidentalista (en especial francés y británico), al que se culpa de un inaceptable reduccionismo: mirar Europa atendiendo solo a su parte occidental, la más próspera. Lo que se propone en este caso es la sustitución de esa óptica por un enfoque omnicomprensivo y, hasta me atrevo a decir, la compensación de la tradicional postergación del Este europeo con una atención privilegiada.
'Una violencia indómita' dinamita la compartimentación habitual por zonas geográficas y naciones, pues como dice explícitamente, la violencia no conoce fronteras
No hace falta, por otro lado, glosar la figura de Casanova como especialista en este tipo de análisis. Historiador de dilatada trayectoria y amplia producción científica, ha sabido también llegar al gran público con su incansable labor divulgadora. Si bien el profesor aragonés ha diversificado sus investigaciones hacia temas dispares como el anarquismo, la República, la Iglesia, la Guerra Civil o la reciente historia europea, la violencia política ha constituido desde sus inicios uno de los temas recurrentes de sus trabajos. En este sentido conviene quizá subrayar que con este volumen Casanova no ha pretendido hacer una mera síntesis que reformulara sus aportaciones anteriores sino un original y penetrante ensayo interpretativo, algo muy de agradecer en un panorama historiográfico como el nuestro, que tiende a la rutina y la insistencia en viejos clichés.
Contemplar la violencia del siglo XX en el conjunto europeo desde la atalaya del presente, que es el propósito medular del autor, implica asumir el reto de mirar el pasado con el bagaje de enseñanzas que arroja nuestra actual perspectiva histórica. Así, por destacar uno de los aspectos más llamativos y novedosos, la violación sistemática de mujeres, convertida en instrumento de dominio y terror durante la última guerra balcánica —la desintegración de Yugoslavia en los años noventa—, nos ha abierto los ojos para reinterpretar muchos episodios de las décadas anteriores —por ejemplo, el avance del Ejército Rojo hacia Berlín en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial— en clave de agresiones y humillaciones sexuales, una de las expresiones más abyectas de la “violencia indómita”.
Esta furia salvaje se hace particularmente abominable cuando afecta a los sectores más vulnerables de la sociedad, como son las mujeres y los niños. Ya desde los albores del siglo, la población civil se convirtió en objetivo militar. No contentos con destruir instalaciones militares o estratégicas, los ejércitos asumieron con naturalidad bombardear ciudades de modo indiscriminado hasta arrasarlas por completo (Dresde como símbolo). Pero a menudo ni siquiera eso colmaba las expectativas de destrucción total que auspiciaban determinadas ideologías, empeñadas en borrar de la faz a supuestos enemigos por razones de etnia o nacionalidad. El genocidio —o su equivalente, la limpieza étnica— se convirtió así en una monstruosidad recurrente, desde el que sufrieron los armenios a manos turcas (1915-16) hasta la matanza de Srebrenica (1995), pasando por el Holocausto.
Casanova huye del ombliguismo occidentalista y compensa la tradicional postergación del Este europeo con una atención privilegiada
Dividida en siete capítulos relativamente breves —descontando notas, índices y anexos, el texto no llega a trescientas páginas—, la obra sigue un flexible orden cronológico que permite al autor, dentro de su patente esfuerzo de síntesis, establecer luminosas comparaciones –similitudes y contrastes– entre los diversos episodios que analiza. Del mismo modo que Casanova rompe con la periodización clásica que singulariza las guerras mundiales —él las incluye en sendas oleadas de violencia que se extienden más allá de la convencional ruptura de hostilidades—, dinamita la compartimentación habitual por zonas geográficas y naciones, saltando de un país a otro, pues la violencia, como se dice explícitamente en el capítulo cinco, no conoce fronteras. Ello le permite dictaminar la pavorosa especificidad del siglo XX: pese a la larga tradición de barbarie que presenta la historia, la pasada centuria se distinguió por ser la época del terror planificado, las matanzas sistemáticas de millones de personas y el uso de los avances técnicos al servicio de la destrucción total.
Unos acontecimientos terribles descritos con tono frío y analítico, sin recrearse en la descripción de la crueldad, como corresponde a una obra de estas características. Tampoco se subraya una reprobación ética pues se pretende que los hechos hablen por sí mismos. Casanova reconoce que la violencia es una realidad tan permanente y multiforme que es difícil conceptualizarla o incluso encontrar una lógica interna. Con todo, se atreve a señalar los grandes promotores de la barbarie en el siglo precedente: primero, el nacionalismo de cuño étnico o racista, con su proyección en el colonialismo y el imperialismo; luego, el militarismo, los totalitarismos de diverso signo —fascismo, nazismo, estalinismo— y en general las utopías redentoristas; por último, las situaciones de profunda crisis política, económica y social.
Como este es un estudio histórico y no un tratado político, no olvida Casanova que la historia la hacen los hombres concretos. Las grandes matanzas o declaraciones de guerra fueron resultado de decisiones de líderes o dirigentes con nombres y apellidos. Fueron ellos los responsables de las atrocidades que se cometieron en nombre de la etnia, la religión, la patria o cualquier otra entelequia. Por ello en todas partes mirar al pasado constituye un ejercicio traumático, siempre sujeto a feroces controversias: de ahí que la historia y la memoria —reflexiones del epílogo— pugnen entre sí, una por desentrañar, y otra, por rendir cuentas.