Abre Rosa Montero (Madrid, 1951) La buena suerte con una situación que reta nuestra credibilidad. Un prestigioso, refinado y rico arquitecto, Pablo, se dirige a un congreso. De repente, a mitad del viaje, da marcha atrás y regresa a un lugar que ha vislumbrado por la ventanilla del tren, Pozonegro. Se refugia en este decadente pueblo minero manchego que hace honor a su nombre, compra un miserable piso ruinoso y se emplea como reponedor de supermercado. Por si fuera poco, mantiene tal excentricidad en riguroso incógnito.
Como sabemos que las más insospechadas reacciones humanas son posibles, podemos dar por buena la de Pablo, un caso radical de autopunición. Montero no se contenta, sin embargo, con la simple presentación verista de un conflicto íntimo sino que lo rodea de varios elementos que acentúan al máximo la extrañeza. Hay en La buena suerte simbolismo: el nombre del pueblo recuerda el relato de tesis a lo Galdós. Hay arquetipos: la mujer fuerte (Raluca, nueva huella galdosiana), el malvado lugareño tonto-listo (el que vende la casa a Pablo) o el hijo enfrentado a muerte con el padre. También se encuentran paradigmas narrativos: el relato criminal, el del forastero que trastorna la rutina del lugar perdido adonde llega o el de amores difíciles con ribetes de melodrama y final rosa. Se añade además una variada materia: la exposición de múltiples traumas infantiles (los de Pablo, su hijo y Raluca), el testimonio actual (los neonazis que martirizan indigentes) o el documento social colectivo. Todo ello encaja, por otra parte, dentro de una historia de linaje existencialista: qué fatum persigue al protagonista y cómo lo sorteará.
Solo una escritora tan segura de sus recursos y con una idea bien clara del mundo que quiere exponer y compartir como Montero puede atreverse a construir un texto como La buena suerte. En esta novela abigarrada sus materiales heterogéneos resultarían un enredo confuso y barroco si no estuvieran motivados por un deseo seminal, el de hablar con amplitud de la vida; de los secretos y desafíos de la realidad. Así, el libro engloba en un vistazo panorámico la compleja y contradictoria verdad de la existencia y de la condición humana. En Pablo tenemos el precio de la ambición, el éxito profesional y económico, y su contrapartida, el fracaso familiar y la quiebra mental derivada del sentimiento de culpa. En Raluca, un vitalismo recio y una determinación instintiva, como la de un animal. En conjunto, los personajes manifiestan un amplio abanico de pulsiones, muchas contrarias.
Dicho catálogo de impulsos humanos nos conduce a una novela de disimulado alcance filosófico y antropológico que, al cabo de los variopintos sucesos, plantea la confrontación del bien y el mal. La autora se encarga de corroborar el peso contundente de la maldad en el mundo, pero no es ese el saldo final de La buena suerte. Al revés, la autora hace una propuesta positiva que subraya acumulando hechos positivos al final de la historia. Entre ellos, Pablo redime sus errores de ayer refugiado en la bondad consciente y lúcida de Raluca. Un futuro ilusionante se abre a la pareja con el embarazo de la chica.
Montero postula en su nuevo libro, al igual que en otros escritos, y en particular en su novela La carne, un valor afirmativo del mundo, a pesar de constatar abundantes y graves males. El mensaje nos llega envuelto en una historia comunicativa, amena, escrita con el arrojo de quien se arriesga a jugar de forma libre con el realismo convencional y que, como las novelas de siempre, añade la invención de un par de personajes inolvidables. En estos tiempos particularmente inciertos resulta reconfortante, aunque peque de idealista, el canto a la vida de La buena suerte.