Cuando en 2018 Manuel Vilas abrió el baúl de los recuerdos con Ordesa (Alfaguara), aquel relato descarnado y honesto sobre su propia familia y crónica de una España que ya fue, se olvidó al terminar de volver a cerrarlo. Desde entonces, y particularmente en los últimos meses, hemos visto cómo las librerías se han llenado de memorias familiares escritas en castellano. Libros como los de Ricardo Menéndez Salmón, Rafael Reig, Gabi Martínez, Elvira Lindo, Santiago Amigorena, Galder Reguera o Javier Argüello, donde los escritores se enfrentan a la memoria de sus propios padres y de sus abuelos. Historias hay tantas como familias. Un relato que lo es también generacional, que tiene que ver con el desarraigo, la culpa y nuestra constante búsqueda de identidad. Su lectura es como mirarse en un espejo, el de los que llegaron antes que nosotros, y verse de algún modo en su reflejo. Pero, ¿por qué volver ahora a ellos? ¿A qué se debe esta tendencia?
Como decía Scott Fitzgerald, recuerda Javier Argüello (Santiago de Chile, 1972), “así avanzamos, como barcos contra la corriente que inevitablemente nos conduce hacia el pasado”. Fue en un barco también, pero con dirección a un encuentro de juventudes comunistas en la Viena de 1959, donde sus padres se conocieron. El escritor recupera aquella historia en su último libro, Ser rojo (Random House) e indaga en su propia memoria para reflexionar sobre sí mismo y aquella generación. “Supongo que intentar explicar el pasado para entender el presente siempre ha sido un gran tema de la literatura”, opina.
“Es como si hubiéramos salido del armario de la ficción pura. Hemos entendido que la historia particular de cada uno puede ser material literario". Galder Reguera
Sin embargo, como ya apuntaba Manuel Vilas cuando publicó Ordesa, la tradición literaria española en materia de libros confesionales ha sido más bien escasa. “Hay otras, como la norteamericana, donde los escritores te cuentan su vida sin ningún pudor, pero España en esto es un poco timorata”, analizaba el escritor entonces. Unos meses después, las cosas están cambiando.
“Hemos entendido que la historia particular de cada uno puede ser material literario. Cuando escribes a partir de algo que te ha sucedido a ti, algunos te miran por encima del hombro, sospechando que tienes un ego dañado o demasiado grande", explica Galder Reguera. Autor de Libro de familia (Seix Barral), donde reconstruye la vida de su padre, fallecido en un accidente de tráfico en la Nochevieja de 1974, celebra que "por suerte, eso va quedando atrás". "En cierto sentido —continúa—, es como si algunos creadores hubiéramos salido del armario de la ficción pura y nos diéramos cuenta de que no hemos de escondernos necesariamente tras la cortina de la ficción. El texto ha de ser juzgado más allá de la realidad de lo narrado”.
Otra coincidencia que se da es la de la edad. La mayoría de los escritores que han publicado recientemente memorias de sus padres o abuelos, tienen más de 45 años, particularmente entre 50 y 60. Recala en ello Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1971), que a inicios de 2020 publicó No entres dócilmente en esa noche quieta (Seix Baral), dedicado a la figura de su padre fallecido, quien sufría una enfermedad crónica. “Cada vez se hace más acuciante la tentación de realizar un primer balance de vida. Y ningún acercamiento a la propia vida está completo sin atender al pasado inmediato, a los padres, al lugar del que procedemos y que en buena medida nos ha conformado”, opina.
El paso del tiempo, además, da cierta perspectiva a las cosas. Como ellos, en Amor intempestivo (Tusquets), Rafael Reig traza sus propias memorias literarias en medio de un retrato familiar, marcado por el trágico fallecimiento de sus padres. "Han pasado ya veinte años de su muerte y llega un momento en el que te das cuenta de que es algo que sigue pesando en el alma", compartía el escritor hace un mes con El Cultural.
Entrar en uno mismo armado hasta los dientes
Pero no es fácil escribir memorias. Hay que saber pulir la historia, darle forma, sacarle brillo. Descartar lo que se pueda cocinar de lo que no. En otras palabras, hay que convertir la realidad en literatura. Decía Elvira Lindo (Cádiz, 1962) que en A corazón abierto (Seix Barral) había tenido que “inventar la verdad, para ser fiel a su peripecia vital”. Publicada el pasado mes de marzo, en ella la escritora recrea, a partir de un recuerdo de la infancia de su propio padre, en 1939, la tormentosa y apasionada relación de sus progenitores, en un diálogo con ellos y consigo misma. “Desde el momento que hay una elección, esa elección está en función de la construcción de un personaje —comentaba en una entrevista—. En el momento en que tú haces eso, ya estás jugando con la memoria como material literario”.
"La vocación de mi libro era radical. Hacerse a uno mismo la visita del casero, entrar en uno mismo armado hasta los dientes, por emplear la expresión de Paul Valéry". Menéndez Salmón
La clave, para Argüello, está en distanciarse de ellos y tratarlos como personajes y no como padres. “Supongo que, en algún punto, todos debemos tratar de tomar esa distancia respecto de la propia historia para tratar de entenderla”, asevera.
Sin embargo, esas distancias a veces son ambiguas. Para Reguera, por ejemplo, hay que marcar ciertas líneas rojas. “Yo tenía muy claro que bajo ningún concepto el libro debería hacer daño a nadie querido. Si me dan a elegir entre la literatura y la vida, elijo la vida”, confiesa. En la cruz de la moneda, se sitúa Menéndez Salmón. El escritor comparte que él se zambulle en su propia historia familiar intentando ser “lo más fiel posible al recuerdo de lo vivido y de lo sentido”. De hecho, incide el autor, “la vocación del libro era radical. Hacerse a uno mismo la visita del casero, entrar en uno mismo armado hasta los dientes, por emplear la expresión de Paul Valéry”.
Retrato generacional
La mayoría de los libros comparten además un evidente componente generacional. Si ya con Ordesa Manuel Vilas reflejaba la España de los años 60 o 70, a Elvira Lindo le preocupaba retratar a una generación, la de la posguerra que permaneció en España, de la que se ha escrito poco. “Había una especie de idealización del exilio y de las personas que habían tenido una participación heroica durante la guerra, desde fuera de España o después cuando comenzaron las libertades democráticas en el país —explicaba—. Pero ahí quedaba esa generación perdida y olvidada y que estúpidamente a nosotros nos parecía poco heroica, que era la de nuestros padres”.
"Cuando nos entendemos, tenemos la posibilidad de revisar las razones por las que decidimos como decidimos. Y eso nos hace más libres". Jarvier Argüello
Bien es cierto que, como celebra la creadora de Manolito Gafotas, en los últimos tiempos se está publicando mucho más en este sentido. Novelas gráficas como Cosas nuestras (Lumen), de Ilu Ros, donde la ilustradora entabla una conversación con su propia abuela sobre la cultura popular, el folclore y los recuerdos de otra época que se mezclan con las referencias actuales. O Estamos todas bien (Salamandra), de Ana Penyas, un homenaje a esa generación de mujeres de posguerra que se vieron abocadas al silencio y al olvido.
Las memorias, ese camino de ida y vuelta del pasado hacia el presente, o viceversa, funcionan también como excusa para ir de lo individual a lo colectivo. En Ser rojo, por ejemplo, Javier Argüello busca entender, a partir de su propio recuerdo familiar, la historia de lo que fue el sueño de izquierdas en el siglo XX. “Entender más que reivindicar —matiza—. Es nuestra historia la que nos ha hecho ser quienes somos. No se trata sólo de comprender a las generaciones pasadas, sino de comprendernos a nosotros. Cuando nos entendemos, cuando entendemos por qué somos como somos, tenemos la posibilidad de revisar las razones por las que decidimos como decidimos. Y eso nos hace más libres”.
En ese sentido, este género confesional funciona muy bien para expiar culpas o silencios autoimpuestos. La de quienes sobrevivieron. Finalista del Premio Goncourt en Francia, Santiago Amigorena (Buenos Aires, 1964) reconstruye en El gueto interior (Literatura Random House) la historia real de su abuelo exiliado en Buenos Aires, que dejó en un gueto de Varsovia a su madre y a su hermano. “La culpabilidad existió mucho en la generación de mis padres e incluso en mi familia había un tío que muy claramente nos decía que no había que irse —reflexionaba el escritor y cineasta—. En ambos casos cualquier postura no era buena. Mi abuelo, quedándose en Polonia o volviendo a Europa al empezar la guerra no hubiese cambiado nada, igual que tampoco lo hubiera hecho el que nos quedáramos en Argentina unos cientos más de personas”.
Crisis de valores, ideología y memorias
Más historias. Fueron sus orígenes las que llevaron a Gabi Martínez (Barcelona, 1971) a instalarse como aprendiz de pastor en la Siberia extremeña, con el objetivo de experimentar la forma de vida que su madre conoció de niña. Lo cuenta en Un cambio de verdad (Seix Barral), “una reflexión sobre qué significa la naturaleza para nosotros como sociedad”, según sus palabras. “Ahora que han pasado los años se está redescubriendo que en el rural persiste cierto legado moral que merece la pena mantener —nos decía hace unas semanas el escritor—. Y, sobre todo, que si pretendemos tener una sociedad equilibrada y plural debemos normalizar la convivencia igualitaria de lo urbano y lo rural”.
"En este momento de un gran deterioro moral de la sociedad, mis padres y su generación mantienen valores e ideas como la honradez o la solidaridad". Gabi Martínez
Y es que la crisis de valores, el desencanto, la ausencia de referentes o una realidad social política ambigua o, cuanto menos, con sombras y luces, son otras de las razones que nos han traído a este panorama literario y a la necesidad de volver a nuestros ancestros. “Es cierto que vivimos tiempos de desdibujamiento de las identidades y de una cierta desintegración de nuestra cultura —concede Javier Argüello—. Es probable que en ese contexto esta tendencia se vea algo acentuada”. Algo en lo que el propio Martínez recaba sin ambages: “En este momento de un gran deterioro moral de la sociedad, mis padres y su generación mantienen valores e ideas como la honradez, el trabajo, la dignidad, la solidaridad… Tras tantos viajes a otros lugares y culturas nació en mí la necesidad de manera directa mis raíces y a través de ellas hablar del carácter de mi país”.
¿Y qué hay de la identidad? ¿Somos lo que fuimos? ¿Lo que otros fueron? Este es, sin duda, el gran interrogante que acecha tras la invocación de nuestros fantasmas. “Frente a la crisis de valores la respuesta más inmediata suelen ser los extremismos, las identificaciones fáciles y el buscar un enemigo en contra del cual definirse. Creo que preguntarnos por la conformación de la propia identidad resulta mucho más saludable —resuelve Argüello—. Una de las grandes conclusiones de mi libro es que este mundo no es culpa de la izquierda ni de la derecha, sino del ser humano, que aún no ha aprendido a anteponer el bien común sobre el interés individual. Si tratamos de entendernos en vez de enfrentarnos creo que será más fácil encontrar una salida”.