Ramón-Andrés

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Letras

Ramón Andrés, el silencio esencial

En los poemas de 'Los árboles que nos quedan' el escritor transforma el silencio de la naturaleza en verdad: la verdad del ser, de la vida y de lo poético

8 junio, 2020 05:27

Los árboles que nos quedanRamón Andrés

Hiperión. Madrid, 2020. 84 páginas. 11,54 €

El último poema de este libro de Ramón Andrés (Pamplona, 1955), “Árboles finales”, desvela cuáles son “los todavía no alcanzados”, la vida proyectándose hacia adelante. Son también los que recordamos, lo pasado haciéndose presente. Y estos árboles “nos avisan, aconsejan”, lo que implica que la voz de este libro viene de ellos, de la naturaleza, hablan en silencio y ese silencio es aquí escuchado.

Baudelaire, como es bien sabido, hizo de París el espacio del poema y con ello la ciudad pasó a ser el nuevo escenario poético que desde la Antigüedad era el campo. Dando la espalda a esa tradición de la modernidad, Andrés sitúa su palabra en el campo. Pero si los parajes de los que aquí se habla no responden a los de la actualidad es por un autobiografismo que va dejando notas en los textos y es que Andrés dejó hace años Barcelona para instalarse en el Valle del Baztán, hizo allí “su hogar” y se retrata como “el indigente saciado, feliz, que ya no pide”. La modernidad, sin embargo, sí se hace presente, por ejemplo, en el uso de la metatextualidad y de la ironía, como cuando se lee “Debería citar a Celan / para quedar bien, a Rorty”.

El autobiografismo va más allá de lo particular y se hace historia al rememorar su nacimiento en una calle llamada del Generalísimo Franco, con lo que esto significaba, remitiendo así a la vida de todos. Y lo político se muestra también en decir que “los parias han vuelto / los mismos que yo veía en los Sesenta”.

También presenta el poemario un nuevo bucolismo que poco tiene que ver con el del mundo antiguo y se encuentra más en la línea de la preocupación ecologista que inauguró la ecosofía de Arne Naess: un modo de pensar la naturaleza no como un otro, sino con el hombre como integrante de ella, de ahí que los árboles hablen. El poema “Idilio” se centra en un peculiar locus amoenus –el lugar tópico del idilio–; lo abren unas vacas y enseguida se afirma que “No todo es idilio”, es el mundo del trabajo rural con su dureza, hay en el monte “el hedor / de alguna oveja muerta” y en un día de tala “Un árbol / ha aplastado a un hombre”. Se torna así, locus horribilis, aunque la vida permanece: “Y el petirrojo canta, y los arces esperan.” De este modo, en el cierre, el lugar textual de la conclusión, lo idílico clásico, su armonía, regresa y se impone. Cara y cruz, visión doble, mirada que abarca lo uno y lo otro.

En los poemas de 'Los árboles que nos quedan' el escritor transforma el silencio de la naturaleza en verdad: la verdad del ser, de la vida y de lo poético

De duplicidad ha de hablarse también por la presencia en los poemas, junto a la naturaleza, de la cultura, ya sea el pensamiento, la poesía o la música. Se nombra a Descartes, Nietzsche, Blake, Bach… Esta voz, esta conciencia, no excluye, integra lo que se ha dado por disjunto. Y es ocasión de recordar que Andrés es, sí, poeta, pero también autor de un buen número de publicaciones sobre música y filosofía, discursos que son en él variantes de una palabra única, voces de un gran canto, o cántico con todas las múltiples resonancias de ese término.

Con un lenguaje llano y anécdotas nada extraordinarias, Andrés sabe hablar de lo profundo, de la futilidad de la vida, ejemplificada en cómo las vacas y la hierba que comen son más duraderas –esta renace, aquellas “Míralas, siempre ahí”– que la vida del hombre, “tú contando los días igual que un usurero”. Y es que somos muy poco, dicho con cierta hipérbole, “Lo que dura la luz, eso somos”.

“El silencio, que no ha sido creado, guarda la propiedad de lo eterno” es uno de los aforismos de Andrés en No sufrir compañía y aquí se lee “El silencio aguanta más que la piedra, / casi todo lo construido lo está sobre él”. Se podría decir que la obra de Andrés es la de quien sabe prestar oído a ese silencio esencial y lo dice con palabra que dice verdad, la verdad del ser, de la vida, la verdad de lo poético.

Árboles finales

Los árboles que nos quedan son aquéllos,

los todavía no alcanzados. En sus claros se decide

qué sombra infundir en cada uno de nosotros.

Tienen, a su modo, una voz de llamada hacia arriba,

como el que arquea las manos en torno a la boca

para ser oído en lo más alto y pedir que alguien

se haga cargo de los que estamos aquí. Ultimados.

Todo árbol cobija a un muerto y lo mantiene

en la savia, lo hace suyo y lo ampara, le da un suelo

de corteza y de hojas caídas para él.

Los bosques pueden salvarse en los que han sido,

quiero decir, en el recuerdo que guardamos de ellos.

Tendrá un hogar en el color del haya quien los defienda.

Hay árboles que parecen anteriores a la tierra, los robles

y los tejos, por ejemplo, arraigados en una mano perdida

y mortal que quiso hacer el mundo y no pudo.

Escuchadlos en sus ramas; nos avisan, aconsejan.

Son las obras completas del reposo.