En Palma africana, un ensayo sobre el cultivo de aceite de palma en Colombia inédito en castellano, el antropólogo Michael Taussig aborda los procesos de destrucción medioambiental y abuso de poder que conlleva ese monocultivo feroz por parte de grandes empresas ajenas a la realidad eco-cultural local o a los derechos de los indígenas que son explotados en sus plantaciones. Taussig explica que los raperos de Medellín, concernidos por este y otros horrores, esquivan la presencia de paramilitares para plantar por todo el monte de La Comuna 13 unos memoriales dedicados a las víctimas a los que llaman “Cuerpos gramaticales”: se trata de flores, árboles o arbustos equivalentes a “cuerpos, cuerpos humanos”.
No pude evitar recordar este pasaje mientras leía Eisejuaz, la novela perfecta de la argentina Sara Gallardo (Buenos Aires, 1931-1988), en cuyas páginas una realidad sociopolítica no muy distinta es enfocada desde la perspectiva de un indígena wichí que entiende el mundo y a la divinidad como una convergencia indiscernible de gramática, cuerpo y naturaleza. Dado que Eisejuaz es un título publicado por vez primera en 1971, si el lector necesita un acicate sociológico que le dé actualidad al libro, pues bien, acabo de dárselo: un Eisejuaz podría escribirse hoy porque casi nada ha cambiado. Y si el lector, por el contrario, lo fía todo a la literatura, probablemente habrá intuido ya que esta es una obra en la que el lenguaje, inédito e incomparable al de cualquier otro libro, es fundamental.
Cronista de la alta sociedad argentina, muy popular en su día, Gallardo fue olvidada tras su muerte, luego redescubierta, y ahora nadie niega su trascendencia
Vamos por partes: Sara Gallardo fue una cronista de la alta sociedad argentina (me cuentan que poco reivindicable en ese campo) muy popular en su día, que desarrolló una trayectoria narrativa en paralelo, esta sí, deslumbrante. Fue olvidada tras su muerte, luego redescubierta, y ahora nadie niega su trascendencia. En España, la estupenda editorial Malas Tierras ha publicado ya su novela breve Enero (rural, escrita con veinticinco años, un estudio sobre el desamor y el embarazo indeseado en sociedades conservadoras; una joya) y esta Eisejuaz. Ojalá se animen también con sus otras tres novelas (déjenme citar sobre todo Los galgos, los galgos, con un tono entre amable y sutilmente irónico que resulta encantador): la lectura conjunta de todas ellas delata a una autora capaz de asumir registros y tonalidades muy diferentes sin perder coherencia ni voz propia. Habla del paisaje salvaje americano, del individuo ante ese paisaje, de las tensiones entre la clase alta a la que perteneció y los subordinados a los que supo ver, de una cierta suspensión del tiempo. Es muy buena.
Y Eisejuaz es un libro único. Transcurre en una Argentina fronteriza (provincia de Salta, cerca de Bolivia y Paraguay), montañosa, cruce de matacos, gringos y blancos, de explotadores, explotados y descartados a los que se considera indignos hasta de explotación (“nos echan de aquí Necesitan la tierra para plantar caña”). El protagonista, llamado Eisejuaz o Este También o Leandro Vega, renuncia a su destino de líder comunitario para seguir una confusa vocación religiosa. Cree que el Señor le habla, pero ese Señor es de un sincretismo misterioso e inasible: Eisejuaz maneja referencias cristianas que empalma en el tronco animista de su pueblo y luego fecunda con su propio delirio; hay doctorandos que han sabido vincular a Gallardo con Heidegger, y lo juzgo probable.
La casa que arma Gallardo es críptica, alucinada, puntuada por colores primarios, acechada por el silencio. El resultado es extraordinario.
Eisejuaz tal vez tiene poderes curativos, tal vez habla con serpientes, jaguares y otros enviados de dios. Las mujeres con las que se cruza son desoladoramente verosímiles en sus difíciles circunstancias. Su trayectoria, como la de un buen apóstol, incluye caídas y redenciones, intentos de salvar a otros, el sacrificio de convertirse en objeto de burla, humillaciones autoimpuestas, dudas crísticas, demasiado alcohol.
Pero, sobre todo, Eisejuaz es lenguaje. La novela y el personaje. Gallardo inventa (más que recrea) un castellano indígena de sintaxis trunca, a menudo fallida o ambigua, otras veces reiterativa (“no llores tan grandemente mucho”), fronteriza como el paisaje, habitada por presencias numinosas: “armen sus casas en las lenguas de Eisejuaz”, les dice el protagonista a los mensajeros de fuego que le envía el Señor, o que él cree que le envía. La casa que arma Gallardo es críptica, alucinada, puntuada por colores primarios, acechada por el silencio. El resultado es extraordinario.