Uno de los momentos decisivos de Carta de un ateo guatemalteco al Santo Padre consiste en un sutil juego paradójico: se produce un accidente en un altar, esto es, en un lugar consagrado a una divinidad. Así se condensa en un solo momento narrativo la constante dialéctica entre el libre albedrío y la predestinación que recorre el libro. Una dialéctica que marca fronteras entre culturas y religiones, que gravita sobre los personajes (sus relaciones personales y familiares, su vocación y sus logros, etcétera), y que condiciona la historia de los países. Por ejemplo, la de una nación pequeña y hermosa, pero desgraciada, como se nos describe a la guatemalteca en estas páginas. Rodrigo Rey Rosa (Guatemala, 1958) se pregunta de forma a veces explícita, a menudo implícita, por los mecanismos del poder que vehicula el reparto de la propiedad, el privilegio o la ley en el seno de su sociedad, y no es extraño que la novela, breve y fibrosa, empiece y acabe con dos cartas cruzadas entre un hombre sin mayor autoridad que la derivada de sus conocimientos y otro hombre que encarna a una institución universal y a un Dios omnipotente (de ahí, claro, el largo y anticlimático título).
La carta de ida es una reclamación de justicia; la de vuelta, una comunicación fallida. En medio, asistimos a algunas frustraciones y a la deriva paranoica que suele implicar la asunción del papel de héroe novelístico contemporáneo.
Escrita con inteligencia y precisión, 'Carta de un ateo' esquiva cualquier posibilidad de reducir la realidad a panfleto
El hombre que dirige su súplica al Papa Francisco, protagonista del libro, es un especialista en religiones comparadas llamado Román Rodolfo Rovirosa: nadie se animará a considerar particularmente imaginativa esa coincidencia de siglas con las del autor, pero el recurso subraya con eficacia la posición moral (cercana al personaje, concernida por sus dilemas) del narrador en tercera persona que cuenta esta trama. El motor de todo es la disputa legal por unas propiedades inmobiliarias entre la comunidad católica de un pueblo llamado Santa Cruz Canjá y los miembros de la comunidad maya, que se sienten (con razón) injustamente desposeídos de sus fincas. Román, aludido todo el tiempo como “el comparador”, descubrirá enseguida que la realidad es intrincada, incómoda, llena de conflictos enquistados. Desconfiará de todos, pero intuirá muy pronto cuál es el lado de los débiles, de las víctimas. A veces creerá intuir fenómenos ultraterrenos a su alrededor, y los lectores estaremos tentados de compartir con él ese mismo temor. Pero eso no significa que llegue a materializarse nunca esa atmósfera ominosa: golpes más materiales y tangibles nos esperan.
Carta de un ateo está escrita con inteligencia y precisión, bajo la convicción de que los hechos narrados contienen la suficiente densidad como para hacer innecesario cualquier subrayado. Rey Rosa construye unos diálogos sintéticos y cruzados por elipsis, que se combinan con un lenguaje casi documental si bien, eso sí, puede desplazarse de lo dialectal a lo formal, cruzando así las fronteras entre clases sociales, generaciones y registros. Suena complejo, pero la fluidez de la prosa lo hace fácil. Ahora bien, por mucho que el libro permita una lectura muy ágil, nosotros haremos bien en recordar en todo momento que su tema es la búsqueda de una verdad, la exigencia de su reconocimiento público, y la superación de las argucias del lenguaje que favorecen la confusión. El debate entre libertad y destino escrito en el cielo es una de esas argucias, gravitando sobre el linaje de los desheredados como si fuera una maldición irrompible. Aunque Carta de un ateo guatemalteco al Santo Padre esquiva con sabiduría (y cierto humor negro) cualquier posibilidad de reducir la realidad a panfleto.
En el correlato de la pequeña intimidad de los personajes, estas disquisiciones tienen su paralelismo en la relación paterno-filial del comparador y su hijo, cubierta de aristas y tensiones, pero dirigida por el amor. ¿Un amor escogido, u obligado? Qué más da. Está ahí, y conmueve.