Analizar a las mujeres de las novelas de Galdós desde una perspectiva de género actual, e incluso pretender que la expresión y la valoración del marbete “mujeres fuertes” sea la misma hoy que cuando el escritor canario escribió novelas monumentales como Fortunata y Jacinta, Tormento, Tristana o Misericordia, me parece enrevesada tarea. Como lectora del siglo XXI le estoy pidiendo a la ideología y a los personajes que habitan los textos galdosianos algo que ni siquiera me puedo exigir a mí misma: mi feminismo, hasta mi imparcialidad, son aspiraciones intelectuales, afectivas e interpretativas, llenas de lagunas, porque yo también soy fruto de la educación recibida a lo largo de siglos. Y esa educación tiene una marca que cada mujer y cada hombre, que buscan la igualdad de modo responsable, tratan de identificar, deconstruir, sin renunciar a obras mayúsculas que se han quedado impresas en las arrugas de nuestra frente para lo bueno y lo malo.
En el caso de don Benito, casi siempre la huella fue para lo bueno: pese a ser un hombre de su época, desplegó una sensibilidad singular en sus retratos femeninos. El buen oído y la capacidad de observación, el afán por trazar el fresco de una sociedad plural, ajena a esa estilización que coloca en un segundo plano a los y las de abajo, el impulso democrático que subyace a su revisión de la gran historia y de las historias pequeñas, lo llevan a mirar, con una mezcla de admiración y piedad empática, a Marianela, Fortunata, Amparo o Benina. Y tampoco estoy segura de lo que es hoy y fue entonces una mujer fuerte: la que es capaz de asumir sus vulnerabilidades y regenerarse, la que lucha por su vida a cualquier precio, la que se aferra a su buena o mediana posición caiga quien caiga, la que impone sus ideas, la que se adelanta a lo previsible respecto al deber ser de una mujer y rompe el molde, la que busca prosperar, la que imposta actitudes masculinas o aspira a colonizar espacios vetados como los despachos o el salón de fumar, la que cuida sin acomplejarse… De todas encontramos en la bibliografía galdosiana y es posible que mi acepción actual de la fortaleza de una mujer le deba algo a los personajes femeninos que el autor canario vio, recreó, imaginó, inmortalizó.
El mundo de Galdós rehúye de los estereotipos y de las dualidades reduccionistas
Las mujeres en las novelas de Galdós son a menudo cuerpo y es su cuerpo el que define parte de su territorio psicológico: su atractivo, su afán por aparentar, su fragilidad, su modestia, su sensualidad, su esterilidad, incluso su deseo de escapar de la carnalidad para decantarse en mujer espiritual o sabia… Las mujeres hoy mismo seguimos siendo cuerpo: el cuerpo del amor, la conyugalidad y el adulterio, el cuerpo de la prole. El del trabajo, la conciliación tramposa y el cansancio. El delicado cuerpo de Jacinta, la mujer burguesa, come pajaritos fritos y no puede quedarse embarazada, frente al cuerpo de la voraz Fortunata que sorbe huevos crudos, se alimenta y es alimento, miga de pan, sangre derramada hasta la exageración. Derroche de vida. Amante canibalizada. El cuerpo femenino del trabajo es el de las criadas mayores –Celedonia, Saturna…– y el de las muchachas venidas a menos como la Amparo de Tormento, y el de su hermana Refugio: ellas viven sobre el filo entre preservar la honradez con un trabajo honrado, muy difícil de conseguir para una mujer de su tiempo, o descarriarse; así, Amparo asiste a una pariente que quiere figurar en la corte –la hermosísima Rosalía Pipaón, casi una madrastra de cuento de hadas, la de Bringas, que da título a otra novela, y que yo ya no puedo imaginarme sin el físico de Concha Velasco–, mientras que Refugio coquetea con la bohemia y lo prostibulario. Sin embargo, Amparo es una construcción novelesca compleja y el mundo de Galdós, tan sensible a las bajadas y subidas en el escalafón social, rehúye de los estereotipos y de las dualidades reduccionistas: tal vez, por eso, el tabú de los amores prohibidos y las relaciones non sanctas con el clero –cuya castidad es una malsana aberración– hacen de Amparo una femme fatale con conciencia, una fatal sin exageraciones: podría arrastrar al hombre a la perdición pero, en último término, es el hombre –otro– el que tiene la última palabra. “Tormento mío, Patíbulo, Inquisición mía…”, le escribe el cura Polo a la pobre Amparo, que se ve obligada a disimular para no quebrar las expectativas de virtud exigidas incluso por los varones de mentalidad más abierta… Hay una obsesión por oficializar el erotismo a través del matrimonio y resulta imposible hacerlo cuando en el pasado de la mujer hay una mácula.
José María Merino, en “Benito Pérez Galdós: La desheredada”, texto publicado en Revista de Libros, analiza el personaje de Isidora Rufete vinculando su psicología y su manera de proceder con “la alegría de una sociedad alucinada por los valores de la riqueza material y del puro relumbrón”. El figurar, el aparentar, el ser alguien, el marcar la diferencia están posiblemente en la base de la creación de Rosalía en La de Bringas, Isidora en La desheredada o “las Miaus” que miran con sus caritas felinas desde el palco del teatro, inmersas en el destello de la farándula y ajenas al drama económico y moral que se vive en su piso de Amaniel: la angustia de don Víctor, el cesante, que deambula por su casa como un tigre viejo y desdentado, ahogado por su sentimiento de inutilidad y por la precariedad de su horizonte…
Contó lo que vio, y relacionó las miserias morales y económicas de las mujeres con el marco de los prejuicios
Estas mujeres, enceguecidas y alucinadas, son el símbolo de una época, que Galdós retrata como nadie, y que fomenta la proliferación de Evas que muerden la manzana del querer ser lo que no son, del lujo y el boato, lecheritas quiméricas y fantasiosas, de estirpe cervantina, a las que el escritor canario castiga con la compasión que define su mirada: las locas ambiciones desembocan en la pérdida de la respetabilidad de Rosalía Pipaón, decantada en cuerpo que usa como mercancía; algo que también le sucede a Isidora, enajenada y entre rejas. Son mujeres que actúan y en la elección de sus acciones yerran: la lectura en positivo de estos personajes ilumina una sociedad en la que el corsé político y cultural impuesto a las mujeres es estrecho y destructor; una interpretación, menos complaciente, coloca estos personajes femeninos sobre la estrecha línea moral de la invención narrativa de una feminidad, a menudo capitidisminuida y voluble, en la literatura y las artes: el stendhaliano espejo al borde del camino representa lo real, pero a la vez perpetúa construcciones ideológicas sobre las mujeres que vuelven a la realidad convirtiéndose en desventaja para nuestras formas de vivir y para los juicios que suscitan esas formas de vivir.
Las hermanas de Lo prohibido merecen capítulo aparte: Eloísa, una mujer a la que fataliza su carácter emprendedor, el interés por los negocios y el amor por el dinero, una suerte de protofeminista liberal que Galdós no ve con buenos ojos; Camila que en su inocencia cruda, espontaneidad, fertilidad y desparpajo tiene algo de una Fortunata, seductora y salvaje, como antítesis de la mujer social caracterizada por una discreción y dulzura similares a la hipocresía; y María Juana que es lo peor que una fémina puede ser: sabihonda. Aquí don Benito no estuvo muy fino, pero tampoco hizo sangre
La razón de estos desenfoques hay que buscarla en las convenciones, la religión, la moral de la época, pese a que Galdós fuese respecto a ellas crítico y adelantado… Sus relaciones con Emilia Pardo Bazán forman parte del territorio acaso más libre del campo literario decimonónico y ponen de manifiesto no sólo la admiración erótica, sino el respeto intelectual que sintió por la condesa; también Concha Ruth Morel sirvió de modelo para la acracia sentimental de Tristana, que no sabemos si es un personaje admirable, pero se libera de un hombre que es simultáneamente padre y marido: más allá del crecimiento de “Tristanita” y de su gárrula cojera –recordemos la importancia del cuerpo–, Galdós, a través de don Lope, hace una crítica –¿autocrítica?– hacia esos librepensadores epidérmicos que, en sus vínculos sentimentales, son pacatos y reaccionarios: don Lope se aprovecha de la orfandad, la explota, la mancha y, al mancharla, aunque él se considere marido, es reticente al matrimonio. La excusa para no casarse no es la mancha, las imperfecciones de Tristana, sino la ranciedad del lazo matrimonial desde el punto de vista de un librepensador. Galdós, desde la bonhomía y la ternura, critica a los de su clase y género. Tampoco se priva de relacionar a la mujer con la caverna y el fanatismo. En doña Perfecta reconocemos el nexo entre los comportamientos más retrógrados y cierto tipo de beata poderosa y caciquil. Este estereotipo quizá debería someterse a una relectura.
El daguerrotipo literario del adulterio denuncia una sociedad estrecha e insana desde una perspectiva cultural, religiosa y moral. El adulterio y sus consecuencias revelan las desventajas de las mujeres en el libre juego de un erotismo, decantado a través del modelo perverso de los folletines románticos –Madame Bovary–, de las hagiografías –La regenta– o, en el caso de las adúlteras menos leídas, representa el único recurso –suicida, ilusorio– de ascensión social. Galdós, en sus retratos y profundas introspecciones psicológicas, amparó a las desamparadas Amparos y denunció la falta de fortuna, nada azarosa, de las Fortunatas. Contó lo que vio y relacionó las miserias morales y económicas de las mujeres con el marco de los prejuicios. No es tarea sencilla. Además, lo que se ve no ha de ser necesariamente edificante. Sus personajes femeninos se mueven en la horquilla entre realidad y deseo. Agradezco la intención de un escritor que concilia como nadie lo ético y lo estético y, en su representación de la realidad, proyecta su deseo de intervenir en ella para mejorarla.