¿Qué libro tiene entre manos?
La taberna, de Zola, una novela esencial en mi vida, pues gracias a ella descubrí el naturalismo.
¿Qué le hace abandonar la lectura de un libro?
No se trata de qué sino de quiénes. Los falsos poetas, esos eternos profanadores de la verdadera poesía, plaga imposible de exterminar.
¿Con qué personaje le gustaría tomar un café mañana?
Con José María Pereda. Algunos creen que vivíamos en continua rivalidad por cuestiones religiosas y políticas, pero no es cierto. Ni él era tan clerical como alguien cree, ni yo tan furibundo librepensador como suponen otros.
¿Recuerda el primer libro que leyó?
No, pero aprendí a leer con 4 años, a los 6 escribía prosa y a los 8 versos. Por eso de mí decían que a los 12 había leído más que muchos que a los 50 pasan por eruditos.
Cuéntenos alguna experiencia cultural que cambió su manera de ver la vida.
Mi descubrimiento de Madrid: mis padres me mandaron aquí a estudiar Derecho, y entré en la Universidad, donde me distinguí por los frecuentes novillos que hacía, y si mis días se me iban en flanear por las calles, invertía parte de las noches en emborronar dramas y comedias, y frecuentaba el Teatro Real.
¿De esos flaneos nació su temprana vocación teatral?
Desde luego, todo muchacho despabilado, nacido en territorio español, es dramaturgo antes que otra cosa más práctica y verdadera.
Pero su relación con el teatro no fue siempre fácil…
Me temo que no. Se estrenó Realidad y fue ésta una noche inolvidable. Entre bastidores asistí a la representación en completa tranquilidad de espíritu, pues en aquellos tiempos yo ignoraba los peligros del teatro. Años después, conocedor de las veleidades del público, siempre que estrenaba una obra me metía en el sitio más retirado del teatro, donde no pudiera enterarme de lo que ocurría.
¿Cómo, por qué se convirtió en su propio editor?
Por problemas con quien me editaba. Al final tuve que pleitear para recuperar la plena propiedad de mis obras, y gané, pero tuve que abonar a mi contrario una parte bastante crecida de la liquidación por anticipo que mi socio me había prestado. Entregué, pues, a tocateja 82.000 pesetas, una cantidad desorbitada que me obligó, entre otras cosas, a escribir la tercera serie de los Episodios Nacionales.
¿Por qué le gustan tan poco las entrevistas?
Nunca me han gustado. Me parece a mí que los escritores, valgan lo que valieren, deben poner entre su persona y el vulgo o público como una muralla de la China, honesta y respetuosa. Las confianzas con el público me revientan. No me puedo convencer de que le importe a nadie que yo prefiera la sopa de arroz a la de fideos.
¿Le importa la crítica, le sirve para algo?
No, prefiero el silencio absoluto del cuarto poder a sus venales elogios. La prensa no dice nada de uno si no paga a diez reales la línea. Si se trata de elogiarle, la tarifa, las humillaciones y las dificultades crecen de lo lindo. España, a juzgar por sus periódicos, es un país sin literatura y todos los que la cultivamos estamos de más.
¿Qué música escucha en casa?
Desde niño sentí vocación por la música y por la pintura… Yo he sido un gran pianista… Ya lo creo… Todavía me atrevo a interpretar todo el repertorio de Beethoven…
Dicen que desconfía de nuestra clase política.
Desde luego… nuestros mandarines se parecen a los toreros medianos; ¿sabe en qué? Pues en que no rematan. Como en tiempos de Mendizábal, la política no es terreno propio para lucir las supremas dotes de la inteligencia: es un arte de triquiñuelas y de marrullerías.
¿Cómo acabó como diputado en las Cortes en 1885, representando a Puerto Rico?
En aquellos tiempos, las elecciones en Cuba y Puerto Rico se hacían por telegramas que el Gobierno enviaba a las autoridades de las dos islas. A mí me incluyeron en el telegrama de Puerto Rico; y un día me encontré con la noticia de que era representante en Cortes, con un número enteramente fantástico de votos.
¿Por qué?
Por lo que pasó con Los condenados. La estrenamos en 1894 y desde las primeras escena parte del público dio en meterse con la obra de una manera tan grosera, que claramente se veía la confabulación y el designio de reventarla. Veinte años después, cuando se repuso en el Teatro Español sin la menor alteración en el texto de la obra, el éxito fue extremadamente lisonjero.
¿Le gusta España? Denos sus razones.
¿Gustarme? Cercano al sepulcro y considerándome el más inútil de los hombres, ¡aún hace brotar lágrimas de mis ojos, el amor santo de la patria! Maldigo al escéptico que la niega, y al filósofo corrompido que la confunde con los intereses de un día.