Era septiembre de 2012 en Palma, Mallorca, y algunos conocidos tomábamos una cerveza tras haber asistido al funeral en memoria de Cristóbal Serra (1922-2012), fallecido pocos días antes de cumplir noventa años. El ambiente era jovial, tal vez porque cada uno tenía su anécdota divertida que contar del escritor, un personaje cuya presencia y discurso oral estuvieron a la altura de los mejores maestros: juguetón, anarquista místico, infantil, milenario. Alguien recordó sus episodios de escritura automática, cuando los espíritus de escritores fallecidos tomaban su mano izquierda y lo obligaban a escribir y comunicarse con ellos: Giovanni Papini le dijo que ambos compartían “la felicidad del infeliz”, Borges le confirmó que “la eternidad es un laberinto…” Finalmente, Quevedo le riñó, colérico, por perturbar el descanso de los muertos. Asustado, Serra abandonó esa práctica, que solo retomaría de tarde en tarde para reverdecer el recuerdo de su único amor, la bibliotecaria Joaqui Juncà. Otro de los presentes mencionó sus convicciones más desconcertantes, como ciertos vínculos esotéricos entre la cultura euskera y la hebrea, o el carácter irrefutablemente histórico que concedía a las visiones sobre Jesús que tuvo Catalina de Dülmen en pleno siglo XVIII, tras semanas alimentándose solo de café amargo. Yo mismo brindé por la Hermandad del Asno Bermejo que fundó nuestro amigo muerto, y hasta debí recitar el lema central de esa curiosísima asociación secreta, un lema que reza así: “Sin reverencia al asno, decae toda civilización, pierde esta su carácter sacro, y se vuelve vertiginosa y alocada”. ¡Qué poco le gustaban a Serra el Progreso, la técnica, los avances de la historia, los hombres empeñados en salir de sus casas para conquistar territorios, poder o fama! Y entonces, cuando el retrato emergente de tanta anécdota empezaba a resultar paródico, alguien comentó: “Siempre que asisto a un congreso internacional, sea en Río de Janeiro, Toledo, Florencia o Worcester, al final de mi intervención se acerca un miembro solitario del público y me pregunta, ‘si usted es de Mallorca, ¿conoce en persona al gran escritor Cristóbal Serra?’ Cómo me alegra poder contestar que sí”. En 2012, murió un escritor periférico, inclasificable, e indómito, pero que ha dejado su huella.
Una excelente piedra de toque para contribuir a la resignificación de la obra serriana es el volumen que acaba de publicar la Fundación Santander bajo el título El aire de los libros. El volumen recoge, por un lado, la única obra cerrada que Serra dejó inédita, y que tuve la suerte de encontrar en un arcón de su viejo piso de la palmesana avenida Argentina tras su muerte. Eran cuatro cuadernos con tapas de colores, modestísimos, sin duda comprados en la librería de la esquina que regentaba un señor chino hasta que el precio del alquiler lo echó. Dentro, redactadas con la caligrafía peculiarísima y escolar del autor, se acumulaban un buen número de entradas sobre libros y autores de su biblioteca personal, pequeños ensayos o artículos que reflexionaban en torno a voces y temas ajenos, del Apocalipsis al muy heterodoxo Satán de Luis Miguel Martínez Otero, pasando por Dickens, Santayana, Wells, Rougemont o Michelet: un festival de erudición. Con un matiz: que Serra, infinitamente gamberro, no tiene reparos en servirse de su extensa cultura para darle la vuelta y convertirla en una pedorreta en la cara de la academia, o del mero sentido común. Amarrado a la certeza de que la imaginación es una forma de conocimiento tan válida como la ciencia, el lector-anotador de El aire de los libros da pábulo a teorías insensatas, locuras desconcertantes o provocaciones irrefrenables. Nada que deba sorprendernos, en realidad, si tenemos en cuenta su condición de exégeta del Apocalipsis y del Juan Larrea más teológico, o su lectura de Cristo como maestro taoísta (o poco menos). En voz menor, sin esos histrionismos que caracterizan a los burócratas de la rareza, Cristóbal Serra era capaz de llevar las posibilidades del pensamiento más lejos que nadie.
En 'El aire de los libros' se aprende o se recuerda una forma de vivir, leer y escribir que reclama con urgencia ser reivindicada
La segunda parte del libro ha exigido una labor de antología por mi parte tan placentera como metódica: así, en El aire de los libros encontramos una serie de artículos y ensayos anexos que Serra publicó durante varias décadas (entre 1971 y 2014, fecha póstuma) en publicaciones muy diferentes, algunas tan prestigiosas como la desaparecida Papeles de Son Armadams, además de algún inédito suelto. Para el fan serriano, que los hay (uno en cada ciudad, ni más ni menos, según los cálculos más escépticos), la sección dedicada al sabio Ramon Llull será la más jugosa, y sirve para relativizar la influencia que ese autor tuvo en Serra. Además, hay textos en homenaje a Antonio Espina, William Blake o el dadaísmo: como se ve, la diversidad de intereses serrianos era tan amplia como, en el fondo, coherente. La última pieza incorporada es el discurso que leyó con ocasión del doctorado Honoris Causa que le ofreció la universidad de su ciudad, en la tardía fecha de 2006. Es un texto magnífico, autocrítico, en el que invita al hombre contemporáneo a recuperar la infancia y la imaginación, huyendo de las ataduras del mundo, rebelándose contra ellas. “La infancia es la gran preservadora”, escribe, para añadir: “Cuando Cristo dice: ‘Haceos como niños’, sueña con niños indeterminados, no educados, reblandecidos, delicados, modernos…”
Vista en perspectiva, la obra de Serra parece abocada desde un principio a este último mandato, a la llamada de una infancia nunca olvidada que deviene subversiva a fuerza de obviar, ridiculizar o ignorar al Poder. Por supuesto, toda esta visión del mundo se resuelve en un estilo literario, que es lo único relevante que cabe exigirle a un escritor. El estilo de Serra era fragmentario, medio vanguardista y medio arcaico, limpio, luminoso, jovial, con una tristeza entrevista y apenas confesada. Si nos lanzamos por el abismo del name-dropping, el resultado resultará impactante. Así, han confesado su amor, admiración o respeto por Cristóbal Serra autores tan distantes como Octavio Paz, Joan Perucho, Pere Gimferrer, José Carlos Llop, Andrés Ibáñez, Enrique Vila-Matas, Vicente Luis Mora, Manuel Vilas, Agustín Fernández-Mallo, o Eduardo Ruiz Sosa… Seguro que me dejo muchos, y seguro que más de un lector pensará (como yo) que la estrategia de esgrimir este tipo de galones es un tanto artificiosa, pero convengamos en que las injusticias tienen que combatirse con todas las armas a nuestra disposición.
Porque solo puede considerarse como una injusticia que el autor de Diario de signos, probablemente uno de los mejores dietarios de temática mediterránea de la literatura europea, siga sin gozar de una distribución normalizada. En sus páginas se aprende el valor inquietante de la contradicción, la riqueza levísima de las formas breves, la pertinencia de la luz en tiempos oscuros, la resistencia que la lentitud opone al totalitarismo. Es decir, que en sus obras, también en El aire de los libros, se aprende o se recuerda una forma de vivir, leer y escribir que reclama con urgencia ser reivindicada en los tiempos que corren.