A finales de 1919 estallaba en Francia una de las polémicas literarias más sonadas de la profusa historia de las letras del país galo. La crecientemente prestigiosa Academia Goncourt, constituida en 1903, concedía su premio a un desconocido escritor llamado Marcel Proust (París 1871-1922) en detrimento del gran favorito de crítica, prensa y público, Roland Dorgelès. “Hoy es necesario pellizcarse para creer que esta polémica fue real. Y sin embargo, aun cuando parece una novela, nada es ficticio”, explica el escritor y crítico literario Thierry Laget, que en Proust, Premio Goncourt. Un motín literario (Ediciones del Subsuelo) narra cómo se gestó la accidentada concesión del galardón al genial escritor parisino y la virulenta reacción de sus contemporáneos. “Es difícil pensar que hubo un momento en que Proust no solo era desconocido, sino que también era despreciado y atacado por la mayoría de los periodistas y escritores franceses”.
Para entender esta anómala situación debemos situarnos en la Francia de la época, un país deprimido y golpeado tras cuatro años de una guerra como el mundo jamás había conocido. La sensación literaria del momento era Las cruces de madera donde el joven escritor de extracción humilde Roland Dorgelès, años después presidente de la Academia, narraba su experiencia en batalla. “Es una de las novelas más bellas escritas sobre la Primera Guerra Mundial, un vívido homenaje a los caídos, a toda una generación que acababa de sacrificar su juventud y, en muchos casos, su vida, en las trincheras”, explica Laget. “Si no hubiera tenido enfrente a Proust habría ganado el Goncourt y a nadie le habría parecido extraño”. Pero fue precisamente la calidad de este competidor lo que contribuyó a agrandar un escándalo que haría correr literales ríos de tinta en una prensa entonces masiva.
A la caza del premio
Frente a este candidato ardorosamente “popular” se encontraba un contendiente totalmente opuesto. Proust era hijo de una familia acomodada y cultivada que llevaba 20 años consagrado, sin ningún éxito, a una escritura introspectiva, experimental y radicalmente subjetiva. De joven había frecuentado los salones aristocráticos, donde presentó algunos malos poemas de juventud, lo que le valió una fama de esnob que jugaría en su contra, como cuando André Gide rechazó, escudándose en ello, leer el manuscrito de Por el camino de Swann.
“El Goncourt es el único premio valioso hoy en día, porque lo otorgan hombres que saben qué es la novela”, dijo Proust a su criada
Ya en 1913, con esta primera parte de la que sería a la postre la magna En busca del tiempo perdido, que el propio Proust publicaría de su bolsillo, había tratado de ganarse al jurado del premio, sin éxito. “Es el único premio valioso hoy en día, porque lo otorgan hombres que saben qué es la novela y qué valor tiene”, confiaría el escritor a su criada y posterior biógrafa Céleste Albaret. Seis años después, volvía de nuevo a la carga con la intención de “alcanzar la gloria literaria. Quería ser leído por el público general, hasta en los vagones del metro, pues a pesar de todo no escribía, como Stendhal, para una élite de lectores”, detalla Laget, que a través de muchas cartas y documentos inéditos articula cómo se gestó la campaña a favor del autor.
El 10 de diciembre se daría a conocer, tras la ya entonces tradicional cena en Drounant y sin las habituales acaloradas discusiones, el fallo del jurado, que instantáneamente levantó una oleada de protestas desde todos los ámbitos de la sociedad. La prensa, de todos los colores, es especialmente virulenta y se mofa de un Proust a quien durante semanas se le reprocha todo lo reprochable: que a sus 48 años era viejo, que los 5.000 francos se desperdiciaban en alguien ya rico, que la novela era demasiado larga e incomprensible…
“También es criticado por la duración de sus oraciones y la falta de construcción de su libro. Pero las razones literarias son bastante pocas, la mayoría de los periodistas lo atacan solo para protestar por Dorgelès”, precisa Laget, que defiende que “la sensación en la sociedad era que los mismos burgueses viejos que los condenaron a una guerra premiaban ahora a un burgués viejo como ellos que escribía cosas incomprensibles". Una protesta legítima atendiendo a que entre las cláusulas del premio figuraba “otorgarlo a la juventud”. Aunque también “a la originalidad del talento, a tentativas nuevas y arriesgadas de forma y pensamiento”. Y aquí es donde Proust arrasaba con creces.
La razón de la posteridad
Más allá de las polémicas, Laget defiende que los miembros del jurado Goncourt, también con su amplia cuota de críticas, eran perfectamente conscientes de la importancia de su elección, “que fue tan valiente como visionaria. Decidieron desechar al representante de la vieja tradición naturalista en favor de un revolucionario que siendo a veces testigo y a veces héroe de su relato, vuelca constantemente sus finas observaciones según las intermitencias de su corazón”.
"La elección del jurado fue tan valiente como visionaria. Decidieron desechar al representante de la vieja tradición naturalista en favor de un revolucionario", opina Thierry Laget
Como recuerda el crítico, el veterano y prolífico escritor Rosny Ainé escribió unos días después de la proclamación del resultado: "Es probable que tal libro subsista mucho después de que la inmensa mayoría de los libros publicados desde el comienzo de este siglo hayan sido completamente borrados de la memoria de los hombres”. Y Leon Daudet, gran defensor de Proust afirmó que “desde la fundación de la Academia no hemos coronado un trabajo tan vigoroso, novedoso y tan lleno de riquezas, algunas de ellas completamente originales, como este A la sombra de las muchachas en flor”.
Pocos lectores presentían que A la sombra de las muchachas en flor era solo el segundo tomo de un formidable conjunto aún no publicado, la segunda pieza de un complejo rompecabezas en construcción, de una saga extremadamente reflexionada, edificada y pensada que sólo llegaría a los lectores cinco años después de la muerte de su autor. “Aunque fue galardonado con la Legión de Honor y se propuso su nombre para la Academia Francesa e incluso el Nobel, Proust, muy enfermo, dedicó sus últimos tres años de vida a terminar su gran obra maestra, sin disfrutar de un éxito tardío”, recuerda Laget, que reconoce que “todavía en 1950, Dorgelès es considerado un escritor más grande que Proust”.
En busca del tiempo perdido se había hundido en este purgatorio que no evitan las mejores obras tras la muerte de su autor. Tuvo que esperar a las relecturas de expertos como Bernard de Fallois, que recuperó varios de sus inéditos como Jean Santeuil, Contra Saint-Beuve y los cuentos recién publicados en Francia bajo el título de El corresponsal misterioso, para alcanzar su justo pedestal. Para que el mundo literario comprendiera lo que Proust siempre había dicho, que su libro no era una autobiografía o unas memorias, sino una construcción total en la que había trabajado toda su vida. Una revolución que conformaría la literatura del siglo XX. Todo ello gracias a la valentía de seis jueces que consiguieron que, como dijo su amigo el también escritor Robert de Montesquiou, la sombra de las muchachas en flor opacara a la sangre de los héroes de guerra.