Es curioso cuánto pueden marcarnos determinados autores en nuestros años de formación literario-filosófica. En mi caso, la impronta de Peter Handke nace de las lecturas que de él hice a finales de los ochenta y principios de los noventa, mientras hacía mi carrera de Filosofía en la Universidad Autónoma de Madrid. Mi devoción por la literatura en lengua alemana me hacía debatirme en esos tiempos entre dos austriacos admirados, más bien idolatrados: de un lado el elegante, bohemio y cosmopolita Handke, de otro el genial, local y furibundo Thomas Bernhard.
Del carácter implacable y despiadado de este último no se libraba el Estado ni la Iglesia ni, en general, la cultura burguesa. Bernhard fustigaba por doquier, disparaba sin descanso sus pullas e ironías como quien barre un delirante campo de batalla con su ametralladora. Sus caricaturas incluyeron por desgracia al mismísimo Handke, a quien acusaba de ser un hombre de ciudad, un viajero que no aguantaría unos pocos días una vida retirada, una vida de campo como la que el autor de Corrección, Tala o El sobrino de Wittgenstein llevaba. Era, como no, una de sus hipérboles, una de sus exageraciones injustas, pues si alguien ha sabido perderse por los campos y por sendas, y desaparecer del bullicio y la locura contemporánea, ese ha sido Peter Handke, uno de los pocos caminantes schubertianos que aún habitan nuestro planeta.
Por otro lado, basta leer la recopilación de textos que recientemente editó Nórdica con el título Contra el sueño profundo, para darse cuenta de que no fue Handke menos combativo que Bernhard contra el Estado austriaco. Sus textos de la época y su propio exilio francés son una prueba definitiva. Handke no ha sido sólo la figura encarnada del esteta romántico apartado del mundo, nunca ha dudado a la hora de defender sus ideas en la esfera pública, y con tanta valentía que cayó en desgracia para una buena parte de la izquierda europea por sus opiniones sobre Serbia en el conflicto de los Balcanes. De poco sirvió que explicara después, una y mil veces, de palabra y por escrito, su postura. No vivimos buenos tiempos para los matices ni para las posturas meditadas. No vivimos una época de atención o de escucha.
Recuerdo mis viejas lecturas de Handke, aquel Lento Regreso, aquellos relatos de Los avispones, Desgracia impeorable, La tarde de un escritor, El chino del dolor, la hiper-cinematográfica y directa Mujer zurda, que en cierto modo prefiguraría su fructífera comunión con el muy handkeano Wim Wenders en la memorable Cielo sobre Berlín. Recuerdo también sus maravillosos poemas reflexivos del Poema de la duración, o las estampas demoradas y hermosas de su caminar errabundo por los pueblos de España, una tierra tan querida para él.
Ahora que recibe el Premio Nobel ya no se le percibe, en general, como aquel joven bohemio de El miedo del portero ante el penalty, sino como un escritor casi clásico, que se ha mantenido fiel a unos principios de otro tiempo: tiempos previos a internet y a redes sociales, tiempos en los que era posible un narrar sosegado y demorado donde un lector cómplice se entrega a ir descubriendo pequeñas joyas como quien recorre caminos sin plan de ruta o destino fijo.
La propia vida sorprende si la desgrana Handke, ese gran observador-registrador de las cosas del mundo. No en vano El peso del mundo era otro de sus célebres títulos. Como lo era también Cuando desear todavía era útil. Tal vez Handke aún escriba para aquellos resistentes que seguimos creyendo en la belleza de los itinerarios, en la grandeza de lo cotidiano y en esos saberes llamados inútiles que, curiosamente, son los que siempre acaban regalándonos una buena dosis de felicidad. Y de la felicidad se trataba, ¿no?