El microcosmos de los festivales literarios carece por completo de interés en sí mismo, ni siquiera paródico. Esta es una convicción personal, desde luego, pero no logro imaginar qué clase de perversidad esnob podría rebatirla. Con todo, es un universo que genera cierta fuerza atractiva, por todas las razones equivocadas: jerarquía, poder, espectacularización y farándula. Y eso sí es potencialmente interesante, a mi pesar. Ese territorio es el que escoge Mona, la nueva novela de Pola Oloixarac (Buenos Aires, 1977), para repetir el gesto provocativo e insolente de su debut Las teorías salvajes, ahora con los mismos puntos débiles pero menor desafío estructural y estilístico. Por supuesto, el desuello de la bestia elitista funciona como metonimia del mundo, si bien “desuello” es un término excesivo para un texto a caballo entre la crueldad y la complacencia, una ambigüedad que en sus mejores momentos perturba, sí, pero en los peores desactiva la potencia del relato, dejando en el aire un aroma a gratuidad.
Una voz narrativa inteligente y brillante que se sostiene en un hilo frágil y abusa de su ingenio polemista
Mona es el nombre de la escritora protagonista de Mona, que asiste a unas jornadas en un pueblo de Suiza organizadas en torno a un prestigioso premio cosmopolita. Candidata al galardón y convenientemente parecida-distinta a la propia Oloixarac, Mona pasará esos días seduciendo, siendo seducida, y percibiendo señales de distintas violencias (pasadas, futuras, civilizadas, primigenias…). Sobre esta base mínima, la escritura de Oloixarac acumula alguna sabrosa vendetta cifrada y una docena larga de excelentes hallazgos: sus burlas a la literatura “internacional” como búsqueda de un nicho de mercado, la muy exacta caracterización del escritor europeo como un ser acomodado en su irrelevancia social, los capones dialécticos a la buena conciencia del marxismo de plató, la acusación de que el estructuralismo fue el origen de las fake news o la maravillosa afirmación de que “el desprecio es la lingua franca de nuestra época”… Son pasajes inteligentes que clavan el tono fatalista que persiguen y nos arrancan alguna carcajada. Ahora bien, no sé si un remedo sofisticado de Houellebecq es lo que andábamos buscando en Mona, y en todo caso, a la larga, la prosa exhausta del autor francés se revela un vehículo más adecuado para este tipo de performances textuales que la juguetona exquisitez de esta novela. En consecuencia, cuando el libro decide convocar fuerzas más dramáticas (esa violencia aludida, la sexualidad autista), densas (el lenguaje como creación libre) o misteriosas (la muerte, y aquí pienso sobre todo en el final, que no quiero destripar), el resultado es más bien indiferente, incluso sospechoso de impostura.
Porque aquí atendemos a una voz narrativa brillante, sin duda, pero que se sostiene en un hilo frágil: goza de una precisión imaginativa que la salva de caer en la tontería, pero abusa de un ingenio polemista de onda expansiva corta. Recupero ahora esa gratuidad que he lamentado antes: en primer lugar, es evidente que a la escritura de Oloixarac no le preocupa en absoluto ser gratuita, entregada como está al entusiasmo frío del párrafo lujoso y la idea que drible al lector. En segundo lugar, lo cierto es que Mona desliza una idea nada gratuita, la de que escribir consiste en “alejarse del odio”, sinónimo de “máxima libertad”, y luego la somete al estrés-test de su fragilidad inminente. Aplaudo el gesto, pero hay algo poco convincente en este libro que, por otro lado, no puedes despreciar sin más. Diría que en él se invierten grandes cantidades de talento y cinismo contemporáneo en pequeñas explosiones que, paulatina e imperceptiblemente, acaban por demoler la vía de acceso a sus objetivos más ambiciosos.