Recién cumplidos los cincuenta años Deborah Levy atraviesa una crisis de llanto y aflicción cada vez que asciende por una escalera mecánica. En lugar de preguntarse "¿qué me pasa"? Levy decide preguntarse "¿por qué me pasa?" y el resultado de estas indagaciones es un notabilísimo díptico autobiográfico: Cosas que no quiero saber y El coste de vivir. En el primero narra un año muy complicado de su infancia en Sudáfrica, alejada del hogar para protegerla del desgaste psicológico derivado del encarcelamiento de su padre, activista blanco contra los horrores del apartheid; en el segundo se propone extraer las consecuencias políticas de su divorcio, con dos hijos a su cargo.
Lo más llamativo de ambos libros quizás sea la técnica de "vaciado" a la que Levy somete el potencialmente infinito almacén de la memoria. Lo que emerge en las páginas es una pequeña cantidad de recuerdos, sin grasa literaria ni rellenos, combinados de manera sorprendente. Levy es una artista de la metamorfosis del tema: así un viaje a Mallorca para recuperarse del desánimo vital se convierte, gracias a la pregunta de un desconocido (un tendero chino) sobre cómo se convirtió en escritora, en una rememoración casi eléctrica del pasado sudafricano y de sus primeros pasos y experiencias en Inglaterra; y así también el relato sobre la nueva convivencia con sus dos hijas tras la separación se transforma en el duelo por la madre. Levy logra estos desplazamientos, que conllevan también sorprendentes alteraciones del tono narrativo, sin brusquedades, valiéndose de juegos de signos (redes, pájaros, peinados, perlas…) y personajes recurrentes que van alterando y profundizando en su significado, de manera que el libre movimiento de la mente entre los recuerdos queda siempre sujeto por el disciplinado juego de metáforas, dominado en el primer libro por las "represiones del conocimiento" (aquello que vamos olvidando a fuerza de no integrarlo en el relato principal) y en el segundo por los "costes de estar vivo" (los dolores y las pérdidas que dejamos atrás como una especie de rastro vital, sencillamente porque el presente no puede incorporarlo y protegerlo todo).
Levy también parece muy orgullosa (en el libro afloran y se comentan las decisiones narrativas que la autora va tomando, en una suerte de "escenificación en directo") de la velocidad con la que su mente narrativa se mueve en el tiempo, y aunque es un mecanismo efectivo, lo cierto es que tampoco parece de una gran sofisticación: Levy recurre a los objetos como "pasarelas" hacia el pasado a la manera de las losetas o la dichosa magdalena de Proust (cuando no directamente al flashback de inspiración cinematográfica), una técnica que comparada con la velocidad a la que se desplazan por el pasado, el presente y el futuro los personajes de Virginia Woolf o James Joyce, arroja un saldo desfavorable: allí donde la señora Dalloway vuela, Levy progresa con muletas.
La voz imprevisible, tierna, incisiva, entristecida y entusiasta de la Levy biógrafa ofrece un festín literario
Mucho más interesante es el ángulo feminista (quizás sería mejor decir femenino) con el que Levy aborda su infancia y el naufragio de su matrimonio. Levy desbarata la idea de que la mujer debe quedar abnegada primero por la maternidad y después por la construcción de un hogar donde su marido y sus hijos lleguen a sentirse cómodos, y que tantas veces se resuelve con la incomodidad de la madre cuando cobra conciencia de los esfuerzos que ha puesto en marcha tantas veces a costa de sus propias apetencias; también recorre los diversos roles que la sociedad ha previsto para ella, para concluir que no encaja en ninguno. De manera que parte de su trabajo literario se dedicará a segregar una voz femenina que no suene como la sociedad patriarcal espera. Levy rebasa la tentación de lo privado al integrar su crisis en las tensiones de género, y también esquiva el ensimismamiento sentimental con la decisión de exponer su nueva vida en el tablero de la materialidad: las reparaciones de la nueva casa, ¿qué cantidad de textos tiene que escribir para pagar las facturas, procurarse un despacho o reparar el ordenador?
Levy nos asegura que uno de los lastres de la mujer es la dificultad de expresar su dolor sin que suene como lo que se "espera de ella", esas lágrimas tan convencionales que Levy debe situar con la mujer ascendiendo por una escalera mecánica para nos fijemos en ellas, para no pasar de largo. Pero el libro también destaca en la manera elegante en la que la voz narrativa va recuperando el deseo de vivir (en el reflejo de su hija adolescente, en la bicicleta eléctrica que maneja casi como un caballo de carreras, en la preciosa escena del baile…) y sobresale en las escenas de ternura (hacia la madre agonizante, el viudo gay, el amigo encerrado en un matrimonio con amor pero sin habilidad para la convivencia) que desbaratan la tentación, tan judía y tan manida ya, del autodesprecio.
Cosas que no quiero saber y El coste de vivir pueden leerse de manera independiente, pero no parece muy arriesgado decir que mejoran leídas de corrido: algunas atmósferas (como Sudáfrica) y algunos personajes (como la madre) transitan de un libro a otro, y es de esperar que recursos tan audaces como el encuentro entre la niña de la primera parte y la mujer que protagoniza la segunda se prolonguen en la anunciada tercera entrega de estas memorias "en construcción". En cualquier caso no aguardaría a su publicación para recorrer estos dos libros: la voz imprevisible, tierna, incisiva, entristecida y entusiasta de la Levy biógrafa ofrece un festín literario que no apetece aplazar.