Qué agradable es Deborah Levy (Johannesburgo, 1959). Lo primero que hace cuando llego al restaurante del hotel es ofrecerme un vaso de agua, y preguntarme por la foto que llevo de fondo de pantalla en el móvil. Están ella, la intérprete Emma Soler, y yo mismo, pero como todos hablamos inglés el encuentro se convierte más en una conversación a tres que en una entrevista. Levy ha venido a Barcelona a dar la conferencia Con voz propia. Lengua, literatura y política del silencio, sobre la motivación política de la escritura, y por la reciente traducción al castellano de sus Cosas que no quiero saber y El coste de vivir (Literatura RandomHouse), las dos primeras partes de lo que ha llamado su “autobiografía en construcción”.Enciendo la grabadora a media frase, antes de empezar con las preguntas, cuando estaba agradeciendo la tarea de los traductores.
Pregunta. En El coste de vivir habla de "necesitar las cosas correctas" para estar bien.
Respuesta. Sí, lo decía en el sentido de que la felicidad puede ser algo sencillo y humilde. Basta con las cosas justas. En El coste de vivir era tener una buena vista de Londres, abrir las puertas del balcón, ver la luna y las estrellas, estar cerca de los árboles y los pájaros, y crear un espacio agradable, ligero, amable.
P. ¿Escribir es una de esas cosas?
R. Para mí lo es, pero no para todo el mundo. Es una de las cosas a las que me dedico, y sin duda lo que me permite mantener a mis hijos. Supongo que escribir me ayuda a aclararme no sólo con lo que pienso, sino con lo que imagino. Existe la idea de que escribir es profundo. A veces se trata sólo de imaginar algo grande e imposible, y adentrarse en la política de la experiencia –eso es– en la política de la experiencia. Y escribir es jugar con la superficie y las profundidades para crear algo ligero en la superficie, pero con una carga de profundidad que dé información suficiente y a la vez conserve algo de enigma y misterio. Como hacen los grandes poetas: Apollinaire, Rimbaud o Baudelaire. La ecología de la escritura es dotar a la vida de lo escrito tantas dimensiones como sea posible.
P. En el primer capítulo de El coste de vivir habla de un episodio, el del señor mayor que habla con la chica joven en México, que se puede leer como un ejemplo de ese machismo social, camuflado, que perdura como un residuo histórico y al que claramente se opone en sus libros.
R. Cuando la invita a su mesa, no parece pensar que ella llegue con un mundo propio, ni una libido ni unas ideas propias. El sentido de esa historia es que también es su mundo. Es muy sencillo.
P. Es sencillo pero a la vez puede ser radical, ese giro. Sencillo en la superficie y profundo en sus implicaciones. Cuando escribe el pasado, la ficción se cuela entre las páginas. ¿Cuánto tiene que haber de usted para que la escritura sirva?
R. Para algo como unas memorias tienes que crear un narrador que también tenga algo de personaje, así que es, a la vez,una voz artificial y verdadera. Tienes que encontrar un tono que guíe al lector por los hechos, o sea que, sí, se parece mucho a mí, pero quizá hablo diferente de como escribo, no lo sé. La intención es escribir literatura. Escribir me ayuda a entender mi pasado, sí. En Cosas que no quiero saber escribí por primera vez sobre mi infancia en Sudáfrica: nunca quise escribir esa historia, pero sentía que tenía que hacerlo. Le había robado a George Orwell el título “Impulso histórico”, y pensé que tenía que meterme ahí, que la manera de hablar delos años del apartheid era acercándome lo máximo posible al punto de vista de una niña –dejé Sudáfrica a los 9 años– que se pregunta quién está a salvo y quién no, en este mundo. Porque nos decían que un adulto blanco era un hombre seguro, pero lo veíamos hablando mal a los niños negros, y veíamos que no, no lo era en absoluto. Cuestionas el relato de la sociedad, y quién te dicen que es respetable. Y como niña veía que esta gente era muy inestable. Eso es lo que empezaba a entender del mundo, y al escribir sobre ello entendí mejor mi infancia. En mi obra siempre hay una pregunta sobre quién tiene el poder, y quién no lo tiene. Esta dialéctica está presente en toda mi obra.
P. Leyendo sus libros se percibe un cuestionamiento permanente de la autoridad. Ya sea el apartheid o el machismo.
R. Siempre lo cuestionamos todo. Da igual lo grandes o pequeñas que sean las preguntas. Freud nos enseñó que si no nos hacemos preguntas, estamos deprimidos. Qué sentido tendría escribir si lo sabes todo, si estás completamente seguro de lo que sabes. Entonces tendrías que escribir un panfleto.
P. Me gustaría preguntarle por el auge de la extrema derecha en Occidente.
R. Creo que todos nos lo preguntamos. Es como si la memoria fuese muy corta. Apollinaire tiene un verso que dice “la memoria se seca antes que la sangre”. ¿Cuál es nuestro mensaje en la botella? Parece que la memoria es muy corta. Que hay mucha gente que ha sufrido por esta austeridad, que no se sienten incluidos, visibles ni escuchados sino heridos, y que en ese vacío se van a la extrema derecha, que parece ofrecer “aceite de serpiente”, en traducción literal al castellano, que es lo que decimos cuando se ofrece una supuesta poción milagrosa que promete arreglarlo todo. Parece que estemos retrocediendo a los años 30.
P. ¿Qué influencia ha tenido el cine sobre usted como narradora?
R. Sí, el cine ha sido mi gran influencia. Escribo visualmente, me gustan las imágenes, los paisajes, los primeros planos y planos generales. Esas son mis técnicas. Algunos directores de los que más he aprendido son David Lynch y, de hecho, en cierto sentido, Pedro Almodóvar, por la manera que tiene de elevar la temperatura de las emociones humanas.
P. ¿Sabe que estamos en una plaza que salía en una escena importante de Todo sobre mi madre?
R. Ah, ¿sí? Esa es una de mis películas favoritas. Solía pensar que Ingmar Bergman era el que más me gustaba, pero creo que ya no. Aprendo mucho del arco narrativo del cine, de la poesía del cine.
P. Dice que “la identidad es una máscara”. ¿Escribir es quitársela?”.
R. Escribir descubre y cubre. Hamlet lo dice mejor. Cuando está mal y alguien le pregunta qué está leyendo, contesta: “Palabras, palabras, palabras”. Todo escritor conoce esa sensación. Las palabras están ahí para descubrir, y para enmascarar.