Un barrio de Damasco destruido tras los enfrentamientos civiles de 2011 en Siria
Cuando más falta hubiese hecho, la guerra que se avecinaba era demasiado horrible para imaginársela. En 1933, el año en que Adolf Hitler accedió al poder en Alemania, un influyente escritor francés advirtió de lo que podría suceder: “En una hora, cien aviones, cada uno de ellos cargado con una tonelada de bombas asfixiantes, cubrirán París con una capa de gas”. Para la ciudanía francesa, preocupada por los bombardeos aéreos y la guerra química, gran parte del atractivo de apaciguar a la Alemania nazi residía en que la alternativa era inconcebible. Para justificar la alevosa entrega de Checoslovaquia a Hitler en 1938, Neville Chamberlain se aprovechó de los temores similares que alentaban entre los británicos, haciendo hincapié en lo “horrible, descabellado, increíble” que era que una disputa extranjera obligase a que “en Inglaterra probemos las máscaras antigás”. En La guerra futura, el célebre profesor Lawrence Freedman (Tynemouth, Reino Unido, 1948) ofrece un manual de campo sobre la manera en que las pasadas generaciones de estadounidenses y británicos se imaginaban los conflictos que se avecinaban. Y demuestra que una y otra vez las conflagraciones que trastocaron sus sociedades los cogieron por sorpresa, como ahora la gente se quedaría perpleja ante el estallido de un Armagedón en la península de Corea, el estrecho de Taiwán, el golfo Pérsico o el Báltico. “La historia”, dice Freedman, “la hacen personas que no saben qué va a pasar a continuación”. Los profetas, por lo general, se equivocan. Entender las guerras cuando estás inmerso en ellas ya es bastante difícil, como queda demostrado cada día en Irak, Afganistán y Yemen, pero todavía lo es más predecir cómo serán los combates futuros. Freedman -catedrático emérito del King's College de Londres y uno de los más eminentes especialistas británicos en estrategia, miembro de la comisión oficial de investigación del país sobre la guerra de Irak- sostiene que los pronosticadores a menudo esperan limitar el poder de la próxima guerra con un golpe sorpresa. Sin embargo, a menudo obvian lo que ocurre si esa primera salva no obtiene una rápida victoria, y subestiman la importancia de la demografía y de la capacidad económica, al tiempo que sobrevaloran la disposición de la ciudadanía a seguir combatiendo en una lucha prolongada. Los puntos muertos sangrientos en el frente pueden desencadenar revoluciones y guerras civiles en el país propio. Con perspicacia y tesón, el autor ataca desde las guerras decimonónicas entre Estados hasta los intentos de explicar los conflictos civiles de la década de 1990, pasando por la Guerra Fría, para terminar con los temores actuales a los choques entre grandes potencias como Rusia o China. Freeman abarca con conocimiento siglos de diversas formas de caos, desde las brutales guerras coloniales europeas hasta la lucha antiterrorista, la ciberguerra y la violencia de las bandas urbanas de nuestros días. Dos de los adivinos que surgen de las fascinantes páginas del libro son el secretario de Defensa James Mattis, un antiguo general del Cuerpo de la Infantería de Marina que se devanaba los sesos pensando cómo luchar contra ejércitos irregulares, y el teniente general H. R. McMaster, asesor de la Casa Blanca en seguridad nacional, que aparece como un escéptico mordaz con la tecnología militar. Otro es el propio Freedman, quien, con discreción británica, cita y elogia un importante discurso doctrinal de Tony Blair sobre intervención militar.
El autor de La guerra futura siente una curiosidad ecléctica no solo por las predicciones de generales, espías y estrategas nucleares, sino también de novelistas, desde Arthur Conan Doyle -en 1914 escribió un folletín premonitorio sobre el hundimiento de barcos civiles británicos por submarinos alemanes- hasta una escalofriante novela de 1958 sobre el exterminio nuclear que se convirtió en la base para la película de Kubrick ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú. Entre estos escritores futurólogos destaca H. G. Wells, progresista antibélico que en los primeros años del siglo XX ideó un tanque e imaginó aeronaves alemanas bombardeando ciudades estadounidenses. Su famosa novela La guerra de los mundos sobre la colonización marciana de Inglaterra era una cáustica parábola de denuncia de los imperios europeos. Wells se preguntaba cómo los ingleses, después de haber lanzado “una guerra de exterminio” sobre los tasmanos, mucho peor armados que ellos, podían “quejarse si los marcianos atacaban con ese mismo espíritu”. Tras una vida estudiando las guerras, Freedman no espera ser testigo de su fin. Decididamente escéptico, trata con dureza a los que creen que la guerra se está volviendo obsoleta, como el Premio Nobel de la Paz Norman Angell -cuya popular obra en la que defendía que la guerra no tenía sentido para la economía se publicó poco antes del estallido de la Primera Guerra Mundial- hasta el psicólogo Steven Pinker. Preocupado por la ferocidad de las pasiones nacionalistas, ve con recelo los esfuerzos por criminalizar la guerra y sustituir la política de poder por una legislación internacional. No le impresionan las conferencias de La Haya de 1899 y 1907, que siguen siendo una limitación legal básica para los beligerantes, con el argumento de que su lógica “no era proscribir la guerra, sino hacerla más fácil de aceptar suavizando sus aristas más ásperas”. La necesidad militar, piensa, se antepondrá a las restricciones legales. El libro se explaya en su indagación de la futurología estadounidense y británica, pero tiene menos que decir sobre las previsiones en materia de estrategia en otros países. Cabe preguntarse si los chinos, los indios, los rusos y los egipcios caen en las mismas trampas mentales. En Asia hay un importante ejemplo, mencionado en el libro solo de pasada, que da la razón a las advertencias de Freedman sobre la ilusión de las batallas para noquear al enemigo, y es el de Japón en la Segunda Guerra Mundial. Mientras planeaban su ataque sorpresa a Pearl Harbour, los japoneses esperaban lograr algunas victorias rápidas y luego negociar la paz en unas condiciones más favorables. El general Hideki Tojo, ministro del Ejército y más tarde Primer Ministro, decía: “A veces hay que reunir suficiente valor, cerrar los ojos y saltar desde la plataforma del Kiyomizu”, un templo de gran altura de Kioto. Cuando la guerra degeneró en una competición imposible de ganar contra la apabullante potencia estadounidense, los mandos castrenses siguieron intentando apuntarse una victoria decisiva en el campo de batalla sin conseguirlo. Hoy en día, la fascinación de una victoria veloz viene envuelta en las nuevas tecnologías militares, pero a Freedman no le obnubila nuestra actual obsesión con la tecnología. Mientras que los tratados sobre la evolución de la guerra se concentran en el armamento nuevo y sofisticado o la inteligencia artificial, el autor desdeña la “constante tentación de creer que existen soluciones técnicas para problemas esencialmente políticos”. Aunque ve ventajas tácticas en los drones, para ocupar el territorio y poner orden se siguen necesitando ejércitos tradicionales. En Afganistán y en Irak, las tropas estadounidenses se han visto atrapadas en el lodazal de una campaña contra la insurgencia en medio de la población civil. Al mismo tiempo, los grupos terroristas también han adoptado innovaciones. Hezbolá, por ejemplo, se ha modernizado para convertirse en una fuerza híbrida de guerrillas, combatientes antitanques, especialistas en información y drones armados. La lectura de La guerra futura resulta inquietante cuando gobiernan líderes que parecen salidos de una novela distópica. Es más que probable que Donald Trump empiece una guerra, al igual que hicieron Barack Obama, George W. Bush, Bill Clinton y George H. W. Bush antes que él. Una crisis militar planteará retos estratégicos, cognitivos y éticos que irán más allá de las tareas presidenciales básicas que Trump ha chapuceado hasta ahora. El arte de gobernar cuando se acaba el mundo y los choques en el campo de batalla son de una dificultad infernal incluso para un presidente como Bush padre, que pasó décadas preparándose para el cargo. Ante enfrentamientos posiblemente catastróficos con China, Rusia, Corea e Irán, Trump ignora lo mucho que ignora de lo que ignoramos que ignoramos. Si les cuesta imaginárselo envuelto en una guerra, este libro muestra por qué la realidad podría ser mucho peor. © New York Times Book ReviewSi les cuesta imaginarse a Trump envuelto en una guerra, este libro muestra por qué la realidad podría ser peor