Ida Vitale. Foto: Eva Becerra
La gran Ida Vitale ha hecho memoria. Sin la menor intención moralista y sabiendo como sabe que la memoria se cree poderosa pero es la libertad la que decide, la poeta uruguaya ha recorrido afectos, lugares, olores, de un tiempo ya pasado. Y se dispone a contárnoslo, a su manera, claro, que es generosa y tersa. Lumen publica estos días Shakespeare Palace. Mosaicos de mi vida en México (1974-1984), primera entrega de su memoria escrita, de la que publicamos en primicia algunas páginas.
La mano de un artista: Fonseca
La llegada a México ocurriría, al fin, en 1974, después de unos meses agotadores en que había que elegir lo imprescindible en función de un futuro misterioso y dejar en las mejores condiciones lo que quedaba abandonado, vacío, sin saber por cuánto tiempo dejábamos nuestro país y qué nos esperaba en el que nos recibiría. El viaje sería largo; iba a la vez deprimida y tensa y además sola, porque Enrique estaba dando un curso en Alemania y no llegaría a México hasta un mes más tarde. Me había ocupado de que mis hijos viajaran a Venezuela, donde estaba su padre, a salvo de la inquietante situación en que podían encontrarse como estudiantes en un país en manos -es un decir- militares. Al ingresar, olvidé en el aeropuerto una funda donde venían un abrigo y un impermeable, ambos necesarios. No me di cuenta de eso hasta estar en lo de Ulalume y Teodoro González de León, pareja por entonces, que habían aceptado que viviese con ellos esos primeros días. Pero Danubio Torres Fierro, primo segundo de Enrique, que era el que había pensado en pedírselo y que me esperaba allí en la casa, resolvió con su normal dinamismo llevarme en seguida de regreso en busca de lo olvidado, en el auto de Ulalume. Danubio había llegado unos meses antes, y aunque después yo comprobaría que me llevaba gran ventaja en el manejo de la realidad, aún no estaba muy ducho en las rutas que unían dos puntos de la ciudad tan alejados entre sí como Galeana y el aeropuerto. Sin embargo no hubo problemas, y tan rápido fue todo que aún la funda giraba sin perturbaciones en una banda ya casi vacía. Pero de regreso, sin notarlo, dejamos atrás la salida que correspondía a nuestro destino y nos descubrimos derivando por lo que luego supe que era la Ruta Olímpica. Encantada por el sorpresivo paseo, que me permitía imaginarme como una turista despreocupada, descubrí, entre las grandes esculturas donadas por diferentes países, un gran cono trunco, trabajado con huecos, salientes, escaleritas. Algo en su estilo me resultó muy acogedor. Le aseguré a mi acompañante que aquello sólo podía ser de Gonzalo Fonseca, aunque por entonces no había visto una sola escultura suya. Fonseca era para mí el mejor discípulo de Joaquín Torres García, el gran pintor que se había formado en Barcelona y que había llegado a Montevideo para revolucionar un arte que en realidad no dejaba de ser mayoritariamente respetable. En las pinturas de Fonseca, que cada tanto integraban las regulares exposiciones del Taller, podía darse algún olvido de la regla áurea o el escándalo de usar colores no primarios, como rosados y celestes, contraviniendo la paleta casi monacal que Torres instauraba. No obtemperar en su totalidad los sagrados principios del constructivismo debía sonar para los devotos como maracas en una corrida de toros o una murga, para mí, cuando espero Bach o el silencio. Y sin embargo, un cuadro de Zalo, como sus compañeros le llamaban, imponía respeto por sí solo y escapaba airoso a las leyes de aquella inquisición que emanaba del Taller, quizás más que del mismo Torres. (Ahora, con el correr de los años, puedo entender mejor cómo la presión de un medio se hace insoportable para el indi- viduo consciente de ella y veo claramente y de modo objetivo cómo alguien, encerrado en un pequeño país y subyugado por el peso de la opinión general, reproduce, ampliándola, medio siglo después, la misma homogeneidad y sometimiento al esquema triunfante, aunque ya no se trate de normas pictóricas.) Un taller o escuela puede ayudar mediante propuestas o imponiendo una orientación, en la etapa en que un artista se forma, pero más adelante, en el momento necesario de liberar lo interno original, el mandato puede volverse tiránico, sobre todo si afecta a un espíritu de excepción.Fonseca, al que en nuestra primera juventud encontraba alguna vez en conciertos, con amigos comunes, muy pronto se había vuelto un mito. Contaban de él, entre otras cosas, que habiendo contraído una enfermedad pulmonar, que solía ser mortal antes de la penicilina, se había aislado en una carpa en el jardín de su casa, curándose, también en rebeldía. Pronto iba a desaparecer del ambiente montevideano, aunque llegaban noticias de su afirmación como artista y de su creciente inclinación por la escultura. Pasaron muchos años hasta que me encontré en el paisaje urbano mexicano, adivinándola, con aquella obra, en su color original primero. No sé por qué, luego pasó a un desubicado celeste. Con el tiempo vería en Caracas, en el hall de entrada del Museo de Arte Moderno, toda una pared revestida de madera, trabajada por Fonseca en el mismo estilo de su cono mexicano, y también fotografías de otras obras suyas similares. Muchos años después, ya en Austin, visito ritualmente en el Blanton Museum, en la esquina de una gran sala, un homenaje a las ruinas romanas, donde un pie sugiere la sobrevivencia de una estatua clásica. Junto con un Gerzso, que enfrenta con sus planos verdosos al rojo travertino de Fonseca, son lo que más quiero de esa muestra permanente de un gran momento del arte americano. Justifico esta referencia aquí a un artista uruguayo que siempre admiré, porque descubrir su obra casi al aterrizar en México me ofreció la apaciguadora impresión de un buen presagio, de una gran mano amistosa que se tendía para crearme la ilusión de que no había cortes en la vida, que ahora se abría una puerta, sin que atrás ninguna se hubiese cerrado. Y también porque siempre he pensado que el arte es ese mágico territorio libre y generoso donde todos podemos movernos sin pensar en fronteras, que las obras pueden ignorar. En uno de aquellos primeros momentos en su casa, Ulalume, siempre en alguna de sus muchas tareas, debió instalarme ante la televisión para sacarme del circuito confuso en que me notaría perdida. En realidad yo estaba encallada, desmantelada, sin asidero inmediato, entremezclando inquietudes y descubrimientos. En ese mirar sin ver del que se aferra a su propio vacío, de pronto ingresó un rostro desconocido que me recordó en algo a Barrault, su mismo pelo ensortijado, unos ojos pequeños y vivos. Parecía tan fuera del mundo como yo. En un ángulo de la pantalla, como tomado por sorpresa, se iba colocando un cuello y unos puños postizos, blancos, mientras dirigía una mirada, no menos en blanco, hacia un punto alto y remoto. Luego, entró en el escenario y en su tema, que hoy no recuerdo cuál fue. Me pareció que improvisaba sobre un guion inexistente, mediante un hábil dominio de quién sabe cuántos demonios interiores. Resultó ser Arreola, cuya obra conocía y admiraba. Como el náufrago que en la isla en la que se ha salvado busca maderas, piedras con que hacerse un abrigo, así yo buscaba elementos que me ofrecieran el suyo. Me habituaría a buscar las apariciones de aquel mago, a interesarme en los asuntos que planteaba, a rastrear los recursos teatrales que me remitían a años remotos de mucho ver, leer y traducir teatro. Luego de mi inesperado hallazgo de Fonseca, éste de Arreola, admirado desde tantos años atrás fue un nuevo lazo tendido, ahora hacia el presente, hacia México.