Antropoceno. La política en la era humana
Manuel Arias Maldonado
16 marzo, 2018 01:00La acción del hombre está modificanco la naturaleza
Cuando hace aproximadamente 10.000 años termina el frío de la última glaciación comienza para la Tierra el periodo geológico conocido como Holoceno. En éste crecen las grandes civilizaciones humanas, con sus revoluciones políticas, religiosas, alimentarias y tecnológicas, que al final darían lugar al inicio de una nueva era bautizada en 2000 como "Antropoceno" por el Nobel de Química Paul Crutzen.Avalado por nuevas iniciativas científicas como el Anthropocene Working Group, y algunos artículos en revistas científicas de impacto, la nueva etiqueta designaría un supuesto nuevo periodo geológico cuyo rasgo central es el protagonismo ecológico de una especie en concreto, la humana, y de una variante, la moderna o posmoderna. ¿Cuál será la huella fósil de esta nueva era? Se proponen distintos candidatos: las megaurbes, la red de carreteras, las minas, los arrecifes de coral devastados, las especies hibridadas, quién sabe si los restos desolados de una destrucción nuclear.
Sin embargo, hasta dentro de unos años, cuando la Comisión Internacional de Estratigrafía llegue a una decisión definitiva, no sabremos si el Antropoceno es el sucesor legítimo del Pleistoceno y el Holoceno en las edades de la Tierra. Este es el objeto del último libro publicado por Manuel Arias Maldonado (Málaga, 1974), filósofo español con un currículum internacional y una obra que en su conjunto aborda las importantes, inciertas y repentinas intersecciones entre los problemas medioambientales y los sistemas políticos.
La demografía humana es un buen comienzo para entender cómo hemos llegado hasta aquí. De unos pocos millones de individuos prehistóricos hemos pasado a ser 900 millones en 1800, y 7.500 en 2017. La especie humana moderna abarca hoy cien veces más biomasa que cualquiera otra que haya existido en el pasado, y esto ha alterado drásticamente la vida en la tierra, modificando su paisaje para siempre e interfiriendo con la evolución natural del resto de especies. Según el conservacionista E.O. Wilson, hemos hecho que la tasa de extinción de las especies se haya incrementado entre 800 y 1.000 veces. Queda poco espacio sin "domesticar": según el recuento del biólogo Erle Ellis, hoy sólo es virgen apenas un cuarto de la superficie terrestre no helada, de la que sólo un 20% son bosques y el 36% es estéril. El resto son "antropomas", o biomas influidos por el hombre: hay más árboles en las granjas que en bosques salvajes.
A esta evidente pérdida de biodiversidad habría que añadir una lista de cambios provocados por el hombre: la urbanización, la agricultura industrial, los transportes, la modificación genética de los organismos, la acidificación de los océanos y una creciente "hibridación socionatural" que diluye los anticuados límites entre la naturaleza y la cultura.
¿Pero por qué hablar de "especie humana"? ¿No sería más correcto, si queremos repartir equitativamente las culpas y responsabilidades como sugieren los activistas poscoloniales, referirnos a una variante más específica? ¿No será el Antropoceno en realidad un Euroceno o como mucho un Capitaloceno o un Tecnoceno, tal como sugiere Peter Sloterdijk?
Poniéndose de parte de quienes defienden un punto de vista de especie, como el historiador Yuval Harari, Arias Maldonado cuestiona este punto de vista particularista y considera que el largo proceso de colonización y transformación de la Tierra es "producto del particular modo de ser de la especie humana, caracterizado por una adaptación agresiva que transforma profundamente el entorno. Se trata de un impulso universal con variaciones regionales y locales".
Los últimos capítulos del libro se deslizan hacia grandes preguntas que desbordan el campo científico: ¿Cómo afecta este mundo convertido en "parque posnatural" a las viejas normas morales y políticas? ¿Se nos han quedado pequeñas la ética y la política del Holoceno?El Antropoceno resulta incómodo para el paradigma liberal y democrático: ¿Cómo armonizar la libertad individual con la sostenibilidad?
Echando mano de la propuesta del psicólogo evolucionista Mark Van Vugt y el escritor Ronald Giphart, el Antropoceno nos pone delante de un significativo "desajuste" evolutivo: las recetas políticas típicas del mundo dividido en poblaciones no valen cuando la supervivencia planetaria pasa por defender un interés común de especie.
Aunque el Antropoceno como tal aún no ha llegado al debate político de los parlamentos nacionales e internacionales -pero sí algunas preocupaciones cercanas, como la "justicia climática" y la cuestión de los inmigrantes climáticos-, su presencia ya empieza a dejarse sentir en los aledaños del debate público y académico, con algunas propuestas de investigación que sugieren repensar radicalmente la política medioambiental a la luz de esta nueva era geológica.
El Antropoceno resulta incómodo para el paradigma liberal y democrático: ¿cómo armonizar la libertad individual con la sostenibilidad? ¿cómo avalar políticas eficaces cuando el proceso democrático no garantiza una preferencia por la conservación y el medioambiente? ¿Y -por último y no por ello menos importante- cómo resolver problemas de escala ecológica planetaria cuando la decisión aún descansa en sujetos nacionales o privados?
Para Arias Maldonado la democracia sólo tiene preferencia "si no es un obstáculo para la supervivencia"; y la libertad individual sólo se puede respetar si las consecuencias agregadas de millones de decisiones individuales son compatibles con un medioambiente sostenible -al fin y al cabo, sin planeta habitable no hay comunidad política que valga-. Sugiere moderar las consecuencias más radicales del liberalismo haciendo uso de un "principio de daño" inspirado en Mill que tenga en cuenta el interés ecológico común. Y se muestra escéptico con la idea de que la democracia participativa pueda resolver problemas de escala global que desbordan los límites del "demos" democrático tradicional.
Sólo habría dos formas eficaces de "democratizar" este periodo, de acuerdo con Arias Maldonado, si aspiramos a gestionar un hábitat compartido: someternos a una "gobernanza global" y fomentar un debate público sobre un "Buen Antropoceno" que implique a científicos, filósofos y actores de la sociedad civil. Hacia el fin de la obra llegamos, en consecuencia, al punto político más difícil de resolver.
La experiencia histórica reciente enseña que la "cooperación internacional" no basta para defender intereses comunes frente a aspiraciones hegemónicas. Mientras esta "gobernanza global" esté hecha de soberanías tradicionales (nacionales, individuales o corporativas), e incluso de federaciones de países -como la Unión Europea- con valores e intereses diversos y contrapuestos, no será viable poner en común los intereses de la Tierra. No soy pesimista: una solidaridad humana que trasciende las líneas tribales siempre es posible, pero como solía precisar uno de los "padres fundadores" de la Unión Europea, Jean Monnet, la solidaridad necesita ser organizada. Y la formación de una mentalidad común que facilite esa deseada organización global, incluso ayudada por el debate público y académico por el que aboga el filósofo, lleva su tiempo -irónicamente quizás más del que disponemos-.