Jacobo Muñoz
El 11 de mayo de 2012 tuvo lugar en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid una jornada de homenaje a Jacobo Muñoz Veiga (Valencia, 1942-Madrid, 2018), catedrático por entonces emérito de dicha universidad, filósofo, traductor y maestro de varias generaciones. La pretensión del encuentro por parte de sus múltiples amigos y discípulos no solo era repasar su importante trayectoria, sino volver a recorrer, desde los intereses actuales, el itinerario de una generación de pensadores -desde, por cuestión de edad, Javier Muguerza a Fernando Savater-, que bien podría definirse como la generación filosófica de la Transición. Un acto que terminó con estas palabras de Muñoz:"Trabajar en el sentido de una cultura crítica de intencionalidad emancipadora, eso es lo que hace de la filosofía una escuela de la libertad. Que esa escuela siga abierta es algo que dependerá en buena medida de vosotros, de los que entráis ahora en ese juego, de vuestra lucha. Y la lucha es una parte importante de la vida, tan importante como el trabajo o el amor: lucha, trabajo, amor. Muchas gracias".
"Lucha, trabajo, amor". No es un mal lema de vida. Fue, desde luego, el suyo. En su caso, cualquier tentativa de balance de su obra e influjo posterior exige relacionarla, por un lado, con el magisterio del pensador marxista Manuel Sacristán (1925-1985) y su labor en la importante publicación Materiales, de la que Muñoz fue editor en los setenta. Por otro lado, con un doble contexto intelectual: el marco de la tradición práctico-emancipatoria de la izquierda hegeliana y el horizonte generado a partir de la filosofía alemana, particularmente de la reelaboración que, desde perspectivas diferentes, Ortega y Lukács realizaran de la obra de Simmel y Weber. Un nudo temático que él recogerá desde el trasfondo de la tradición marxista occidental y desarrollará, en virtud de su versatilidad, hacia un diagnóstico más amplio de la crisis civilizatoria global.
"Mi generación fue literalmente culturalista. Nuestra ruptura con el franquismo pasó también -y acaso sobre todo- por ahí". Esta declaración de Muñoz de 1979, donde subraya la importancia de sus "maestros" -Sacristán, Bueno, Valverde, Lledó- en épocas de penuria bibliográfica y dura represión, esboza la senda de su recorrido formativo, siempre muy marcado por su pasión por la poesía y una destacada labor como editor. No es extraño que, en el significativo texto de 2002 Figuras del desasosiego moderno, Muñoz viajara a la "prehistoria" de esta sensibilidad cultural remitiéndose a Lukács y volviendo a dialogar con un libro escrito décadas antes, Lecturas de filosofía contemporánea (1984).
Fue su lucidez autocrítica la que le llevó también a reflexionar sobre los límites políticos del intelectual, una preocupación que también le condujo a interesarse por ese agente disolvente de falsos problemas filosóficos que era Wittgenstein, sobre el que había versado su tesis doctoral con Emilio Lledó. El paisaje desencantado que habita Muñoz no es ya, desde luego, el del ascenso prometeico a los cielos, sino el de su descenso, un descenso en el que es imperativo de realismo, sin embargo, no perder la tensión y caer en un desencanto estéril.
En Muñoz, reacio al puritanismo moral y, siendo un todoterreno intelectual en sus intereses, la crítica al academicismo de la "cultura superior", entrecomillada por él irónicamente, se complementó con el ajuste de cuentas "psicológico" del nihilismo. De ahí su atención a autores "decadentes" como Schopenhauer, Nietzsche, Mann, Musil, Broch o el último Horkheimer. En esas circunstancias el trabajo de Muñoz sobre este último siguió la estela de una voluntad crítica desde la que, como definió Sacristán, había que "pintar la pizarra del presente bien de negro" para que resaltara sobre ella "el blanco de la tiza con el que dibujar la alternativa". Desde aquí exploró su modulación trágica desde una finísima crítica ideológica. Filosofía y resistencia. Intervenciones (2013) y El ocaso de la mirada burguesa. De Goethe a Beckett (2015) son expresiones maduras de esta inquietud.
Hasta aquí la semblanza intelectual de uno de los filósofos españoles más importantes de esta generación. Déjenme terminar con una anécdota. Para muchos, en la Facultad de Filosofía de la Complutense a comienzos de los noventa, Jacobo era una especie de Oscar Wilde wittgensteiniano que, pese a su gran influencia, no dejaba de ser un outsider en la academia. Los alemanes hablan de Radfahrernatur, "carácter de ciclista", para definir los comportamientos serviles que, en su pedaleo, cuanto más se doblan ante los de arriba, más patalean a los de abajo. En el ambiente "ciclista" que a veces se respira en la universidad española, marcado, salvo excepciones, por el academicismo rancio, el éxtasis hueco y los tonos grises, Jacobo no sólo era un profesor riguroso y brillante: era inflexible con los de arriba y muy generoso con los de abajo.
Un alumno hizo circular por los baños de la Facultad una caricatura de la "decadencia" de la Facultad, donde aparecían, entre otros profesores, creo recordar, Manuel Maceiras, Gabriel Albiac, Celia Amorós y Navarro Cordón. En ella Jacobo aparecía a modo de jefazo, sentado en un gran trono y aureolado con una corona en su cabeza. En lugar de protestar al Decano, Jacobo hizo enmarcar la caricatura y la colgó en su despacho. Era lo primero que se veía al entrar en él.
Vamos a echar mucho de menos tus consejos, tus comentarios políticos, tu inteligencia, tu amistad, tu ironía, justamente ahora cuanto más te necesitábamos. Jacobo, amigo, maestro: "lucha, trabajo y amor".