Sergio del Molino. Foto: Javier Cuesta
Estaba inquieto Sergio del Molino (Madrid, 1979) ante la recepción de su nuevo libro, dice, por lo que tiene de cambio con respecto al anterior. Y así es: hay poco en La mirada de los peces (Random House) reconocible en La España vacía (Turner), el ensayo que publicó el año pasado y que seguramente sea ya su libro más leído. Mirada de cerca, esta novela -novela de no ficción, como todas las suyas- tiene un aire de familia con Lo que a nadie le importa y La hora violeta, ambas en Random House. "Las tres están atravesadas por la muerte", dice el escritor de Zaragoza. Y las tres son también un examen a sí mismo del autor, que es aquí tema pero no argumento.La mirada de los peces es un libro relativamente breve, de unas 200 páginas. Su origen está en la llamada que Antonio Aramayona, profesor de Filosofía, le hizo a Del Molino en 2016, y en la que le comunicó que se mataba. Aramayona había sido su profesor, alguien muy importante para él. Defensor de laicismo y de la muerte digna, autor de libros de escasa circulación, intelectual desencantado, periférico, conocido en los círculos del 15-M y líder más o menos destacado de aquellas Mareas Verdes, Aramayona era sobre todo un hombre empeñado en poner su vida al servicio de diversas causas. Lo intentó de muchas maneras hasta esa función final, con cámaras y focos, en que convirtió su despedida. Fue su manera de reivindicar la eutanasia: una performance que involucraba a amigos, a familiares y a alumnos, y de la que este libro es, junto a un documental grabado por Jon Sistiaga, una especie de punto final.
Pregunta.- Escribió La mirada de los peces mientras hacía su gira por La España vacía, con el trajín de las entrevistas, las colaboraciones... ¿afectó eso a su novela?
Respuesta.- No soy, por suerte, un escritor maniático. Escribo en cualquier sitio, a cualquier hora, con barullo, en silencio. Este libro además me pareció necesario. Era la forma como yo afrontaba la llamada de Antonio. De hecho más de la mitad del libro está escrito a mano, algo que nunca hago. Fue un libro que me ayudó a tener los pies en el suelo en un momento en que, gracias al anterior libro, me pasaba cuatro o cinco días cada semana fuera de casa. Creo que el éxito puede tener algo de parálisis, y este libro me ayudó a no recrearme en lo ya escrito.
P.- ¿Nunca se relee?
R.- No... y ahora estoy impaciente por pasar al siguiente libro. Aunque es verdad que como luego hablo mucho de mis libros los tengo presentes siempre. Ni me releo ni me escucho en la radio… es que solo me veo fallos. Es verdad que los fallos pueden ayudarte, pero como yo ya me los sé, prefiero seguir avanzando. Creo mucho en el concepto de obra en marcha: el escritor va creciendo, va desarrollándose, y su obra ha de ser imperfecta. No busco que mi obra sea redonda. Soy consciente de que los libros que yo hago no son como yo querría que fueran, que podría trabajarlos mucho más. Pero creo que eso no los mejoraría sustancialmente. Además, siempre está el riesgo de recrearte en tu propio estilo, amanerándote.
P.- Esa espontaneidad, que hace que escriba y publique mucho, forma entonces parte de su estilo, o lo ve así.
R.- Totalmente. Tengo un grave problema de grafomanía. Seguramente será algún tipo de trastorno con el que, por suerte, puedo ganarme la vida. Pero no tengo explicación, es una forma de estar en el mundo.
P.- Durante muchos años canalizó esa grafomanía a través del periodismo. ¿Se sigue considerando periodista?
R.- Sigo siéndolo. He intentado abandonar el periodismo pero el periodismo no me abandona a mí. Me salen trabajos y siempre estoy escribiendo cosas. Disfruto muchísimo haciendo sobre todo reportajes. Me gusta hacer columnas, hacer de periodista predicador, pero si solo hiciera eso me enquistaría. Salir a la calle, hablar con gente, ser cronista: esa es para mí una forma inagotable de escritura.
P.- ¿Se ve volviendo a una redacción?
R.- La verdad es que no. No es un sitio para mí. Hay gente que disfruta mucho en una redacción, que le da vidilla, que incluso la echa de menos si se va. Yo nunca la he echado de menos. Ahora soy mucho más productivo.
P.- Hay una parte del libro muy pegada al presente que saca quizás a ese Del Molino cronista: la que narra todo lo que rodeó a la muerte de Aramayona.
R.- Sí, aunque yo lo veo más como un dietario algo desordenado. Está escrito muy pegado a los acontecimientos; a veces escribía al llegar a casa, por las noches. Y tiene ese aire de dietario que, junto a la parte memorística, forma una confesión. Este libro es una confesión en el sentido sanagustiniano. A otros autores les gusta mucho situarse en la ruptura; a mí, en cambio, me tranquiliza sentirme inserto en una tradición milenaria, en este caso la de la confesión literaria.
P.- Al lector lo primero que le sorprende es la actitud de Antonio, su profesor. Es fácil pensar: si uno se quiere suicidar, no lo dice, lo hace. Aunque luego se entienden bien sus razones. ¿Usted lo entendió desde el principio?
R.- Él quería hacer un acto político, un acto artístico en el fondo, y ególatra también. No lo digo en términos despectivos. Él sabía que podía aprovechar esa decisión no sólo para dar carne a su discurso político, sino para dar un sentido a su vida. Él intentó hacer literatura, arte, filosofía por otros medios, pero siempre fracasó: en sus libros, en muchos empeños intelectuales. Y era brillantísimo. Pero con su vida sí que lo consiguió. Yo lo entendí, pero tuve dilemas. Como los tuvo toda la gente a la que involucró. Pero todo eso formó parte del show: él quiso forzar ese dilema.
P.- ¿Le habría gustado este libro?
R.- Él sabía lo que yo estaba haciendo. Él se refería al libro como "Mi libro". Sabía también que a mí no me iba a dar tiempo a terminarlo antes de su muerte, pero le di unas cuantas páginas, unas cincuenta. Y le encantó verse retratado como un terrorista, ese retrato un poco desaliñado que hago de él. Le gustaba mucho como escribía yo y me seguía y me tenía mucho respeto literario. Le hubiera gustado porque le gustaban mis otros libros.
P.- Si no le hubieran gustado esas cincuenta páginas, ¿habría seguido adelante?
R.- No creo que hubiera pasado eso. Había como una condición previa de que él no lo iba a leer entero precisamente porque es su muerte la que condiciona la visión del personaje y todo lo demás. Todo lo que pongo aquí o es público o salgo peor parado yo que otros. Y lo que he querido ocultar lo he ocultado. Mi política de personajes es clara. Hay personajes ficcionados, nombres reales y nombre falseados. Yo tengo una norma muy básica: si estás muerto, como decía James Ellroy, ya eres un personaje público. En el caso de Antonio está claro. El resto de personajes, unos aparecen con su nombre y otros no en función de la relación que tengo con ellos. De las personas con quien tengo relación pongo el nombre real porque sé que si se molestan lo puedo arreglar con ellos, tomándome una cerveza. Todo se puede arreglar con una cerveza, con una conversación. A la gente a la que he perdido la pista he preferido cambiarle el nombre. Ellos sí se podrán reconocer, pero nadie más.
P.- ¿Diría que su libro trata de usted más que de Antonio?
R.- Claro. Durante un tiempo mi mujer y yo, cuando hablábamos del libro, decíamos "el libro de Antonio". Luego, cuando lo leyó, me dijo: "Trata de ti. Es el libro de Sergio". Es un libro que, sobre todo, trata de mí, de mi culpa y de mis malos sentimientos.
P.- Recuerdo a Ferlosio diciendo que siente vergüenza continuamente de su juventud, que a él le resulta insoportable recordar lo idiota que era de joven. ¿Le ha pasado algo así al mirar atrás?
R.- Me ha pasado, pero ya no, no con este libro. Asumo que no tengo que responder de los actos de aquel mangurrián que sale en el libro. Contemplo con distancia a ese otro yo, que comparte conmigo el DNI y poco más. De hecho respondo de él solo si hay algún acto punible. Así que no, no me reconozco. Pero tampoco siento vergüenza. Avergonzarse me parece un poco idiota. Uno, de adolescente, hace tonterías, pero es mucho peor hacerlas a los cincuenta. Hablo de esas personas que no tuvieron adolescencia, que fueron muy aplicadas entonces y hoy arrastran cierta frustración. Llegan a los cincuenta, se divorcian y se convierten en unos adolescentes peligrosísimos. Y le arruinan la vida al entorno, a los hijos. Eso sí es grave.
P.- También hay en el libro esa constatación de que con la edad uno pierde la rebeldía. ¿Usted lo lamenta?
R.- No. Aunque lamento, eso sí, haber perdido la mirada limpia. Al perderla uno se endurece, pero se vuelve al mismo tiempo un cínico. Echo de menos esa falta de cinismo, ser alguien que hace las cosas por impulso o simplemente porque están bien. Alguien que actúa sin cálculo. Eso sólo está al alcance de los niños, de los adolescentes. Por eso un adolescente tiene una moralidad superior a la de un adulto.